DESDE LA BARRERA

Por: Gustavo Rodríguez Gómez*

Hemos llegado al momento en el cual la insurgencia perdió sus argumentos en tanto abandonó sus consignas en contra de la injusticia social, aunque la codicia de los ricos acalle el clamor de los pobres, en razón de los sordos oídos de los primeros ante las necesidades de los segundos y, entonces, se han cerrado las puertas a la búsqueda de oportunidades que les permitan a éstos salir de su atraso consuetudinario.

Y, si como lo anterior fuera poco, en algunos países (los del tercer mundo, los poblados de muchos siervos al mando de pocos amos), la insurgencia que como ya se dijo surgió de manera universal como respuesta a la opresión de los nobles con poder absoluto sobre la gleba desprovista desde siempre del saber y de todo tipo de derechos y – en cambio- cargada de toda clase de deberes, terminó –esa insurgencia salvadora– convertida, en esos países ya mencionados, en organización al servicio de la delincuencia y descendiendo a los abismos a los que habían sido conducidas algunas facciones de los amos, cuando se dejaron atraer por la adquisición del dinero fácil (¡siempre la codicia, la avaricia, como objetivo paradigmático!) que les permitiría, aún más a los amos, acrecentar el poder adquirido a través de los siglos.

Hoy en día los ejércitos particulares de los nobles –que en sus inicios surgieron como cuerpo defensivo de éstos contra los nobles de otros estados y también como medio de represión contra sus súbditos y que desde el Siglo de las Luces en adelante sirvieron para dar respuesta de los amos hacia la insurgencia– siguiendo el mal ejemplo, también entraron en esa danza de los millones y, mientras en la parte rural se apoderaban de tierras y ganado, en las ciudades se apropiaban del erario, para manejarlo a su antojo; hasta llegar a obtener tal poder que, en las elecciones, ellos decidían quién ganaba y quién perdía.

Hasta que todos –ex insurgentes y ex paramilitares, lo mismo que representantes de la nobleza y de fuerzas estatales– quedaron fundidos con la mafia de los traficantes de armas, drogas e insumos para procesar estas últimas.

Y, para esos países, volvió el caos; sólo que, en esos momentos de anarquía, si no en el ámbito administrativo, sí en lo social y en lo pertinente a las jerarquías; pues en grandes masas de siervos se perdió el respeto al amo y ya son pocos los que creen aquello de que “toda autoridad viene de Dios”. Por tanto, así la insurgencia haya fracasado en lo atinente a la suplantación del orden existente por siglos, al menos logró que el amo dejara de ser el dueño de la verdad absoluta. Porque hasta las mismas huestes –armadas por él para enfrentarlas a la insurgencia– se le rebelaron y decidieron luchar para sí mismas y no para sus gestores.

Conclusión.- Sin embargo, la humanidad, siempre estará dividida en clases demarcadas por el poder de las armas, cuya posesión la determinará el mayor o menor grado de riqueza de quien desee poseerlas.

Porque las que detentan las fuerzas del Estado, estarán primordialmente al servicio de los poderosos; vale decir, de los ricos o, lo que es igual, de los amos.

Para que, cuando los que están en la insurgencia den señales de existir, los amos harán blandir –esas armas estatales– para cuidar sus propios y exclusivos intereses, haciéndoles creer a los siervos, es decir, los pobres, que esas armas se usan para protegerlos.

Y, habrá otras ocasiones, cuando los verdaderos insurgentes no den señales de vida, los amos se encargarán de hacerles creer a los siervos que todos -amos y súbditos- se encuentran amenazados por el enemigo común, la insurgencia.

Así, los desafueros que cometan quienes portan las armas oficiales, y todos aquellos en que incurran los ejércitos particulares al servicio de los amos, quedarán arropados bajo un común denominador; es decir, como resultados de los ataques de los insurgentes del momento, pues –siempre es así– los únicos culpables son los violentos que militan en las filas de los enemigos de los amos de turno.

Porque los amos –y sus lacayos también– creen que desacreditando al adversario ya empiezan a vencerlo. Y, dentro de su posición absurda –que recuerda la historia de “El traje del emperador” – terminan por creerse sus propias mentiras, en las que terminan por volverse expertos.

¡Pobres diablos! Ya que, como dijera algún escritor del siglo pasado, «A los ricos, les tengo pesar, pues lo único que tienen es dinero.»

*Gustavo Rodríguez Gómez/El Pilón
grg1939@yahoo.com