Cuento, basado (desafortunadamente) en muchos hechos reales
Orlando Ortega Reyes*
En una mecedora un hombre, casi septuagenario, se balancea plácidamente leyendo el periódico, mientras el fresco de la tarde entra de lleno en la pequeña sala. De pronto una noticia le llama la atención y se zambulle totalmente en ella. El titular realmente invitaba a un riguroso análisis: Nicaragua ratifica Convenio 189 de la OIT sobre trabajadoras domésticas.
Mientras va leyendo la noticia, su rostro, surcado por una infinidad de arrugas se va descomponiendo y comienza a balbucear frases ininteligibles, que al fin y al cabo nadie reparará en ellas pues su compañera, sempiterna podría decirse, es la soledad, pues en esa casa solo habita él y una empleada doméstica, con la cual el hombre se limita a espetar órdenes, escupir regaños y averiguar uno que otro chisme del barrio, pues para su muy particular forma de pensar: “Gracias al Cielo, todavía hay niveles”.
Cuando termina de leer el artículo, lanza con rabia el periódico a un lado y exclama: -¿A dónde va a parar Nicaragua?, ¿A dónde va a parar el mundo? Y así empieza un soliloquio que brota de su extrema disconformidad. – Y ahora tenemos que empezar con la mariconez de los eufemismos, en vez de llamar al pan, pan y al vino, vino. Qué es eso de obligarnos a llamar “asistentes del hogar y la familia” cuando toda la vida han sido “criadas”, “sirvientas”, “fámulas”, “empleadas” “chinas” o “de adentro”. Lo más grave de todo era, según él, que mucha gente no podría pagar una de estas empleadas, debido a los sueldos que pretenderán ganar tomando en cuenta una jornada de ocho horas. Ahora, pensaba, si alguien necesita que la muchacha le prepare el desayuno, entonces quiere decir que su jornada terminará cerca de las dos de la tarde, así que no habría lugar para que prepare la cena, a menos que se le paguen cinco horas más, que en término de paga equivalen a diez horas del salario mínimo, entonces además de la pesada carga del salario, ese se iría a más del doble, más una quinta parte adicional por el Seguro Social y el atraco del INATEC, entonces contratar a una asistente de estas sería prohibitivo.
Pero eso no era todo, seguía cavilando, será obligación proporcionarles alimentación en cantidad y calidad, así como una habitación confortable si se queda a dormir en el lugar de trabajo, al rato pedirán caviar Beluga y una habitación en el Princess. –Hábrase visto, agregó Don Rigoberto José, que era el apelativo de aquel señor. Pero lo peor del caso era que el valor de dichos alimentos y habitación, serviría de base para agregárselo al salario para el cálculo de aguinaldo, que ahora era obligado y para la liquidación en su caso. No pudo más y gritó: -Es una injusticia.
Lo que más le dolía era que en su caso particular, no podría pagar el sueldo de la Mireyita, tal como lo mandaban las nuevas disposiciones, pues a pesar de pertenecer a una de las familias más acaudaladas del pueblo, de toda la fortuna de su familia, a él solo le quedaban tres casitas y una puntita de plancha, con cuyo alquiler sobrevivía en una triste vida menos que acomodada. Eso sí, con las ínfulas que mantuvo desde su cuna. Así pues, se miraba en el desamparo, al no ver alternativas para sobrevivir por su propia cuenta, pues no podía ni hacer un café con leche, mucho menos freírse un huevo.
El abuelo de don Rigoberto José fue un labriego que tuvo la visión de sembrar café y del “parchecito” que tenía inicialmente, se fue haciendo de mayores terrenos para el cultivo del grano de oro, de tal suerte que pronto abandonó su choza de paja, para construirse una casa moderna en el pueblo. El señor era muy organizado y con una habilidad innata para los negocios de tal manera que llegó a amasar una interesante fortuna. El papá de don Rigoberto José, salió más avezado, pues continuó el negocio del café de su padre y se metió además a la compra y venta del grano, aprendiendo además a hacerle swing con el bate de aluminio, de tal forma que realizó un par de golpes magistrales, dejando en la vil calle a algunos paisanos y teniendo la habilidad de declararse en bancarrota y de lavar el dinero con negocios de su parentela, que de pronto surgieron como prósperos agroindustriales.
Don Rigoberto José creció pues en la opulencia, en donde pululaba una inmensidad de empleados, de los cuales un buen contingente eran empleadas domésticas, sin contar con las “hijas de crianza” que eran niñas cuyos progenitores, ante el miedo de no contar con los recursos con qué alimentarlas, optaban por ofrecérselas a familias pudientes para ser explotadas, trabajando jornadas extenuantes a cambio de la alimentación y ripios de ropa, así como la vana esperanza de que se ocuparan de su educación. Así pues Beto, como le decían de cariño a Rigoberto, creció observando la explotación de todas esas pobres personas, que se levantaban antes del amanecer a realizar rudos oficios y ya entrada la noche medio descansaban en un tapesco que se les asignaba en la casa de sus patrones. La paga nominal era en extremo reducida y la mayor parte de las veces era deducida en su totalidad para saldar deudas por ropa desechada de la patrona, la cual se las vendía a precios de El Corte Inglés. Sin embargo, lo más indigno era la especie de derecho de pernada que ejercían los patrones sobre las sirvientas, aunque estas no fueran a casarse, sin embargo, se consideraba algo natural, incluso tolerado por la patrona. Así pues el joven Beto tuvo esta escuela.
Beto fue internado en un colegio católico de prestigio que estaba en la región y ahí, estudió todo el bachillerato, con notas satisfactorias sin llegar a sobresalientes, sin embargo, lo que parecía entrarle por un oído y salirle por el otro, fue el estudio de la doctrina social de la iglesia y todo lo que la Rerum Novarum de León XIII pretendía alcanzar. Al llegar a los 18 años, con la complicidad de su padre, empezó a corretear a las sirvientas y más de alguna llegó a caer en sus garras.
Al igual que muchos jóvenes en su época, Beto fue a México a estudiar Ingeniería Mecánica al Tecnológico de Monterey, sin embargo, al año y medio se regresó con la repetida frase de que “no se hallaba”. Así pues fue insertado en la labor de manejar las fincas de la familia.
No se casó, pues sentía que era una soberana tontería cortejar a una mujer y mucho más el caer en lo meloso del romanticismo para conquistarla. Para su ego, las mujeres debían de dejarse ante sus avances al igual que lo hacían las desafortunadas muchachas del servicio doméstico. Era tal su afición a este menester que en el pueblo comenzaron a adosarle el remoquete de Beto Pichel, derivado del infame nombre con que se apelaba a las domésticas.
En cierto momento, Beto tuvo una visión, como la de Saulo, en la cual se le revelaba que había nacido para la política y empezó a codearse con los jóvenes líderes del somocismo y a repetir la frase: No te vas, te quedás, con tan mala suerte que no le dio tiempo de disfrutar de los beneficios de la política cuando triunfó la revolución. Gracias a que un sobrino suyo muy apegado a él, que le hizo más caso a la sangre que a la Dirección Nacional, no fue ejecutado como muchos de los líderes locales, sin embargo, le piñatearon las fincas y como un gesto de nobleza, su sobrino le dejó las tres casas y la punta de plancha que constituyeron su sustento por el resto de su existencia.
Ni siquiera los vientos del cambio lograron que Beto tuviera una visión diferente del trabajo doméstico, pues para él, el patrón hacía un enorme favor a la empleada al ofrecerle un salario, raquítico, puesto que su costo de oportunidad era cero, pues el desempleo campeaba por la región, así como un techo y alimentación, que la mayoría de las veces eran las sobras de la casa.
De esta forma, se encontró con la Mireyita que a cambio de un salario de miseria y condiciones cuasi decentes de habitación y alimentación, le servía de compañía y atendía sus necesidades alimenticias y de aseo.
Así pues transcurrió la vida del ahora don Rigoberto José, a quienes solo algunos de sus coetáneos seguían llamando Beto Pichel, entre la placidez deldolce far niente y la mirada inquisidora de las Espinoza, sus vecinas que estaban al tanto de todos sus movimientos.
Sin embargo, aquella noticia era inquietante, por no decir aterradora, pues haciendo cuentas, con sus lánguidos ingresos no tendría para pagarle a la Mireyita de acuerdo a las nuevas disposiciones del bendito convenio 189 y mucho menos para liquidarla de conformidad al mismo. Aunque se le había cruzado por la mente, fingir demencia y seguirle pagando el salario de miseria, una organización local de mujeres, encabezada por la Blanquita Siero, quien en un tiempo era enamorada de él, pero que Beto nunca le paró bola, pues él era feliz con sus relaciones sin consecuencia que tenía con las domésticas, lo tenía en la mira y en el menor momento, le caería y lo llevaría a la Comisaría de la Mujer o a la Delegación del Ministerio del Trabajo y con estas leyes actuales, hasta la cárcel podían ir sus huesos. Y a la Mireyita le iría peor, pues estaría difícil que encontrara trabajo y si lo conseguía, sería sin dormida adentro y su casa quedaba a un día de camino.
La noche cayó sobre el pueblo y Don Rigoberto José seguía en una interminable letanía, pues aquella noticia vino a enturbiar la placidez de su vida, entre balbuceo y balbuceo, llegó la media noche y al vencerlo el sueño, simplemente exclamó con la vehemencia del Buki Mayor: ¿A dónde vamos a parar?
*Orlando Ortega Reyes
Escritor Nicaraguense
