El papá de Gustavo Gutiérrez era un excelente músico y fue a quien el compositor le vio por primera vez el acordeón piano.
A través de este artículo, el autor cuenta en primera persona, la historia del comienzo musical del compositor Gustavo Gutiérrez Cabello y cómo nació su amor por la concertina.
Mi estilo musical es diferente a los de mi época, porque en mi casa se conjugaban los sonidos de un pequeño conservatorio. Además del piano y el violín, instrumentos que mi papá llegó a dominar, él tenía un acordeón de los llamados ‘guacamayos’, de dos hileras, que era su cómplice parrandero cuando tomaba trago con los amigos.
Claro que siempre lo tocó ‘chambonamente’, pero a él le gustaba. Se veía alegre cuando lo desenroscaba y aunque lo tocara mal, se le oía bien.
En mi casa vivió mucho tiempo mi primo Arturo Molina, el papá del ‘Cocha’, era un buen compositor y guitarrista veterano. Siempre recuerdo a mi madre diciéndole a la muchacha del servicio: “No se te olvide poner la jarrita con el agua en el cuarto de Arturo”.
De él recibí yo las primeras clases de guitarra, que después fueron complementadas por ‘Carlitos’ Espeleta, quien siempre ha sido mejor ‘bebedor’ que guitarrista.
La verdad es que durante mi niñez no me interesé por ningún instrumento, pero ya entrando en la adolescencia fue cuando comencé a inquietarme por la música y después de los primeros pininos con las cuerdas, notaba la facilidad que tenia para sacar en el dos hileras del viejo Evanisto, canciones de Tobías Enrique, Escalona y Leandro Díaz que mi papá tocaba en el piano; fue una especie de guía para mi.
La primera vez que toqué en un acordeón de los grandes, ya de tres teclados fue en ‘El Café La Bolsa’, en una de aquellas parrandas que los fines de semana que los hermanos Pavajeau hacían con ‘Colacho’.
Cuando él se cansaba ‘El Turco’ me ponía el acordeón en las piernas y Rodolfo Castilla con Adán Montero me acompañaban siempre. No era un gran ejecutante, pero ellos me felicitaban.
Más adelante cuando yo me fui para Medellín a estudiar en la Bolivariana, allí estaban Darío y ‘El Turco’ Pavajeau con Alfredo Cuello. Formamos un conjunto con Casimiro Mendoza, un sanjuanero que tocaba la caja, Darío era el cantante, pues yo en esa época no cantaba ni componía y la guacharaca la rastrillaba cualquiera.
Nos reuníamos donde mi tía Elda Cabello y allí desafiábamos los tangos de Gardel que se escuchaban por todas partes.
Yo quería estudiar música y me trasladé entonces a Bogotá donde la colonia vallenata era más numerosa; yo seguí en mi plan de parrandero con José Alfonso Martínez, que fue mi nuevo cantante. El vocalizaba muy bien y yo tocaba sin atreverme a cantar.
Regresábamos a Valledupar en vacaciones, y ‘El Turco’ siempre me jalaba para ‘El Café La Bolsa’ o para la cantina de Petra Arias en el Cañahuate, siempre de telonero de ‘Colacho’.
El espectro musical que yo manejé desde mis primeros pasos fue bastante amplio. Nunca dejé de manosear la guitarra y siempre le pegaba sus estiradas al dos hileras de mi papá, además, de él asimilé algo sobre las escalas en el piano, pero en el año 1963 llegó a mis manos un acordeón piano o concertina, como lo bautizó el pintor Jaime Molina y éste fue el instrumento que me deslumbró y contribuyó generosamente a mi realización como músico.
El instrumento lo compró mi hermano José Tobías, pero nunca aprendió a tocarlo y entonces yo si pude descubrir el tesoro que tenía en sus notas.
Con este gentil acordeón de teclas compuse todas mis canciones, exceptuando ‘Confidencia’ y ‘La Espina’, que las hice con guitarra.
El acordeón de botones quedó para siempre desterrado de mi pecho.
Cuando gané el concurso de la Canción Inédita en 1969 con ‘Rumores de Viejas Voces’, el premio que recibí fue un acordeón de botones, un flamante tres coronas.
Mi papá trató entonces de convencerme para que lo siguiera tocando y yo intenté complacerlo, pero ya mis amores con el acordeón piano tenían un juramento eterno.
Afortunadamente, un día que parrandeaba con mi papá llegamos en medio de un aguacero a la casa de los Quintero, los primos de él y dejamos el acordeón en el carro y bendita la hora y bendito el ratero que se lo llevó, permitiéndome así continuar entonces con el acordeón piano, mi confidente, mi mejor amigo y cómplice de tantos y tantos amores que me inspiraron para con mis canciones enriquecer el folclor vallenato.
Publicada por JULIO OÑATE MARTÍNEZ/VANGUARDIA
