MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco/El Pilón
Desde el ventanal se divisa una panorámica del Oriente de la ciudad. Son las cinco  de la mañana del día de Navidad. Poco a poco los cerros van despertando con los sutiles rayos rojizos y dorados de un sol aletargado: un espectáculo mil veces repetido y mil veces admirado.
Allí me planto a recibir el roce de la brisa en mi cara, roce que da la sensación de un dedo acariciante que bordea todo el rostro y que se hace más sutil cuando toca los labios. Hay silencio, no como si la ciudad se preparara para el holgorio de la noche sino ese silencio cómplice de los que tempranito se refocilan en camas que saben de estruendos y gemidos; de madres soñolientas que dan pecho a los recién nacidos, del que toma un café cargado para ir rápido a dar un vistazo a la finca; del abuelo que busca afanoso el periódico que no llega, del despertar de cada uno con su interés.
Aquí hay silencio absoluto, ese que me hace sentir la soledad de los acompañados; ellos duermen, descansan de un año de trabajo, pero al despertar preguntarán como todo los diciembres: ¿Hay buñuelos?, y sí, habrá, tengo todos los ingredientes listos.
Mientras eso sucede sigo viendo el horizonte con su explosión mañanera variopinta, explosión de rojo vino tinto y escarlata, anaranjado y azul desvaído, fuegos de artificios, filigranas; de pronto recuerdo la angustia de mi amiga cuando, tarde en la noche, me contó de su “sufrimiento” porque el novio no la ha llamado en dos días y la larga conversación entre dudas y lágrimas que pugnan por salir, ahora me pregunto ¿por qué complicarse con tanto apego a otra persona?, es increíble cómo el sentimiento, atracción, amor, sexo, comodidad, como quieran llamarlo, puede llegar a quitar la libertad al punto de que si a la pareja no le gusta tal color y a uno le encanta, hay que decirle que sí sólo por el absurdo concepto de complacerla, de atraerla más; y comienza a no gustarle todos lo que a él o a ella no le gusta, aunque por dentro reviente; a pensar como él piensa, aunque esté en total desacuerdo; a complacer en todo. El síndrome de tenderle alfombra roja a quien queremos, amamos, necesitamos o como sea; eso nos disminuye. Es el perder la libertad y sentir que la vida depende sólo del otro, sin ser conscientes de que la diversidad de criterio alimenta más cualquier relación, no quiere esto decir que no se esté de acuerdo con muchas cosas, quizás con demasiadas.
En fin, no soy de las que piensan que hay que endosarle la vida a otra persona, tanto que la tranquilidad se perturbe por una llamada o un mensaje que no llegan, hay que disfrutarla en lo que nos gusta de ella y en lo que no, en el no también se disfruta,  así y sólo así habrá una relación, amorío, amistad, noviazgo, o como se llame, grato, libre, sin complicaciones.
Una libertad que nos lleve a que si no me llama yo lo llamo, pero eso, parece mentira, todavía está prohibido: el prurito de no dejar en evidencia los sentimientos; absurdo y cavernario.
Ya el sol mostró los cerros en todo su esplendor, esos cerros de El Valle, protectores, inspiradores. La ciudad comienza a despertar en forma: la señora que grita ‘pescao fresco’ va más afanosa que nunca, el muchacho que riega, todos los días, el pavimento frente a su casa salió con más ánimo, ladridos irreverentes de perros callejeros, la brisa que ya no es caricia, es estruendo; el día, igual que todos, comienza pero con un rótulo centenario: Navidad.
Allí viendo la lejanía me hubiera estado por horas, desde un ventanal se piensan y comprenden tantas cosas…, lo esperado: “¿Hay buñuelos?”, sí, es hora de ir a amasar.