Todavía hay noches en que Jacquelín Ramón Cerra se levanta sonámbula, va a la nevera, saca galletas y jugo de manzana para traerle a Álvaro José. Y cuando regresa al frío cuarto matrimonial, despierta a la realidad y entonces se encuentra, como dice Pablito Milanés, “con el breve espacio en que tú no estás”. Aunque, sí, a esa hora, Jacque todavía siente en el lado en donde dormía Joe, “restos de humedad”. De la humedad de su cuerpo noctámbulo e inquieto.

Ha sido duro. Muchos momentos tristes. Muchos recuerdos que se transforman, que se disfrazan. Unas veces felices. Otras veces dolorosos. Ella apaga los ojos, que son como un par de lamparitas, y dice: “me refugio en la fortaleza de Dios y en su sabiduría. Y eso me ha llevado de la mano”.

Épocas duras, épocas de goce. También se mete en una cueva imaginaria. En la cueva de los recuerdos. De los recuerdos que le contaba el Joe, cuando a los 16 años vivía en una ratonera en Galapa y su única comida en la mañana, medio día y noche era sardinas enlatadas con galletas. De allí se iba de bus en bus hasta Puerto Colombia en el estadero El Escorpión de Pradomar, de propiedad del ‘turco’ Salvador Tarud. Allí Joe era el cantante alegre de la orquesta La Protesta de los hermanos Cástulo y Leandro Boiga.

Era la época del goce total, de la locura sublime, de las pintas psicodélicas y de los atrevidos gritos de combate como el que lanzaba en coro la orquesta al iniciar cada presentación “Yo protesto contra todo, simplemente porque sí, porque el mundo como está, no me favorece a mí”. De inmediato retumbaban los solos del bongosero de la orquesta Charlie Pla y empezaba el goce sin fin.

Lo siente vivo. Se dice que nadie sabe lo que tiene sino  cuando lo pierde. Es un lugar común. Por lo general ocurre cuando las personas conviven pero no viven.

Jacquelín sostiene que “en nuestro caso, siento que Álvaro José sigue vivo. Sigue a mi lado. Dándome apoyo para que siga adelante con nuestros proyectos de vida, con nuestra felicidad. De verdad que yo siento que él todavía está ahí conmigo, de la mano. Dándome fortaleza, sabiduría, y es quien me guía. Para mí, él no ha muerto”.

Quienes conocieron de cerca al Joe coinciden en que era la persona más humilde. “De un corazón grandísimo. A todo el mundo le abría el corazón”, como lo recuerda Hernándo El Cachaco Correa.

Jacquelín Ramón dice que en los últimos años de su vida lo vio sufrir mucho. Por las divergencias de algunos de sus familiares y personas más allegadas. De haber estado vivo en el momento de las agrias disputas y los dimes y diretes tras su muerte, el sufrimiento habría sido invivible, porque él era muy sensible. Era un niño en un cuerpo grande. Él no hubiese aguantado ese sufrimiento.

En su memoria. Se dice que Joe quiso morirse joven, a los 56 años de edad. Pudo morirse a los 100. Pero no se cuidada en la bebida, la comida y el trabajo. Jacki dice que eso no es cierto. “Se cuidaba mucho. Lo que sucede es que para morir hay que estar vivo. Y uno está en manos de Dios. Él es quien maneja nuestro destino”.

Tenía muchas ilusiones para seguir viviendo. La vida de él era su música, y su deseo, que Dios no se lo concedió, era morir en una tarima.

Este 26 de julio se cumple el primer año de la muerte del Joe Arroyo (había nacido en Cartagena el primero de noviembre de 1955), pero su voz, su música, su espíritu alegre está aquí, se siente en el aire caprichoso (unas veces caluroso, otras fresco) de la Costa Caribe y en especial de su Barranquilla querida.

Las casas disqueras siguen reportándole a Sayco y Acimpro los dividendos por concepto de regalías, que van a una fundación que dejó en marcha Joe mucho antes de morir.

Jacquelín y algunos de los hijos del Joe, entre ellos Dinkol, Johana Arroyo Godine (hija de Gloria, la famosa Guarapera y Libia Gabriela Arroyo Gaviria han organizado para el 26 de julio una misa de acción de gracias a las siete de la noche en la iglesia de la Torcoroma.

El grupo familiar que rodea a Jacquelín la ve tranquila. Ella asegura que “por mi parte nunca he fomentado confrontación. He dejado todo en manos de Dios. Él es el único que decide y ha decidido. La justicia divina es la que se ha encargado de todo. Las puertas están abiertas. Aquí estaré. No tengo rencor”.

Por Rafael Sarmiento Coley/El Heraldo
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