Imelda Daza Cotes*

“El grado de civilización en una sociedad se juzga visitando sus cárceles”-Dostoievsky

En las sociedades más sensibles los castigos crueles no son necesarios, la tortura es repudiada y la crueldad como sanción ha sido abolida. Una Institución Penitenciaria antes que un sitio de castigo es un lugar para la reeducación y la reinserción social.
En Colombia hay un régimen penitenciario incompatible con un mínimo de dignidad humana. La población carcelaria es elevadísima. Según el Inpec, hay 131.600 personas privadas de la libertad, de éstas, 106.400 están en los 144 centros de reclusión (con capacidad para acoger 76.000), 22.300 en detención domiciliaria; 1700 en cárceles distritales y 1200 en penales de la Fuerza Pública. Unos 40.000 son presos sin juicio; 800 son enfermos terminales que siguen recluidos y 400 son lisiados. Detrás de tantos delitos y tragedias humanas hay una sociedad inequitativa e injusta, manejada por una plutocracia que desde “arriba” lo dispone todo según los intereses de una oligarquía que desde siempre ha condenado a la pobreza a la inmensa mayoría de los habitantes. En ese ambiente de marcadas desigualdades la lucha por una vida digna obliga al rebusque desaforado y las frustraciones impulsan al delito. Un factor adicional es el consumismo y el afán del dinero fácil, la voracidad por tener y la corrupción. Es violenta y conflictiva la sociedad colombiana; la vida ha perdido su valor, el sicariato es un oficio cualquiera, el crimen está a la orden del día. Por temibles que sean las cárceles lo que en ellas ocurre no frena, ni ejemplariza a los potenciales delincuentes. Es absurdo esperar que con el sistema penal se pueda superar tanta conflictividad. Hay que resolver las causas originales del problema. El Estado tiene que asumir una función social más comprometida con los problemas de las mayorías
Las cárceles colombianas son universidades del delito y escuelas de la delincuencia que agigantan la capacidad delictiva de muchos condenados e imposibilitan su reinserción posterior, es decir, en vez de reducir el peligro lo potencian porque aunque deben ser lugares de disciplina severa no tienen que ser centros de mayores penurias ni más padecimientos que la negación de la libertad. Jan De Cock un teólogo belga que ha visitado 141 cárceles en 91 países, dijo: “UN PRESO ES MAS QUE SU DELITO, EN CADA PERSONA HAY ALGO BUENO” y es tarea de los rehabilitadores potenciar lo positivo de cada uno.
La nueva cultura penitenciaria de Colombia subordina la dignidad y la integridad de los detenidos a la seguridad, de ahí el poco respeto a los derechos humanos de los reclusos que se manifiesta en maltratos físicos y psíquicos, tratos crueles e inhumanos, aislamientos, restricción a las comunicaciones, al servicio médico, a las visitas y al suministro del agua. Los guardias y funcionarios imponen arbitrariamente penas adicionales. Las dotaciones y las instalaciones de las cárceles son, casi sin excepción, lamentables. El hacinamiento puede llegar al 300%. Esto genera enfermedades, es inhumano, indigno e infernal. Hay presos que duermen colgados de los techos. Muchos funcionarios y voceros de organizaciones nacionales y extranjeras han advertido que esto constituye una bomba de tiempo y un peligro inminente.
Un caso extremo es la cárcel ‘La Tramacúa’ de Valledupar, llamada la Cárcel de Castigo por ser un lugar donde el humanismo se refundió en un ambiente de maldad y perversión, de hambre, fetidez, enfermedades y maltratos. Los reclusos temen denunciar por miedo a las represalias y por la impunidad reinante. Con sobradas razones se adelanta una campaña por el cierre definitivo de este Centro de torturas y de malvivir.
Sin embargo, el régimen carcelario hace excepciones, son los privilegios de siempre, se trata de los pabellones de alta seguridad, cómodos y bien dotados, allí llevan a los condenados por narcotráfico, parapolítica o corrupción que gozan de prebendas que los presos del común no conocen. Mientras tanto a los presos políticos se les niega su condición de tales, no los juzgan por rebelión sino por terrorismo o narcotráfico para condenarlos como delincuentes comunes y hasta extraditarlos a EEUU.
La nueva Minjusticia ha prometido trabajar por la descongestión carcelaria y construir seis mega cárceles para albergar 25.000 reclusos. Es apremiante resolver el hacinamiento pero es también imperioso combatir los factores que inducen al delito. La seguridad no se resuelve con represión ni con más cárceles. Lo verdaderamente urgente es la JUSTICIA SOCIAL

Imelda Daza Cotes|El Pilón