Por Julieta Lemaitre
Hace unos quince años tuve un amigo que se fumó la vida—la promesa de los 20, 25 años se le fue literalmente entre los dedos aromáticos, liando uno tras otro cacho. La marihuana, dulce, que a algunos nos abre puertas a jardines secretos en un momento breve universitario, fue para él una compañera firme para un viaje más largo. Y más pesado.
La vida de mi amigo, por lo menos hoy a sus cuarentaypico de años, en el mismo puesto público en el que empezó su carrera de brillante abogado, es una de las cosas que despierta la ira santa del Procurador Ordóñez- y de todos los Ordóñez en la misma cruzada. La libertad para personas como ellos es definida por el mandato de llenar los planes del Gran Padre, y no incluye negarse a seguir los caminos de todo el mundo y armarse un ranchito, ahumado, aparte. Y ese terrible pecado, como tantos, merece un reproche profundo de la sociedad, reproche que se disuelve con la permitida “dosis personal” y más aún con los centros móviles de atención propuestos por Petro alcalde.
Pero lo que le molesta a Ordóñez, no se parecen a lo que es el consumo de mi amigo, ni tampoco al consumo en las calles. Desde el punto de vista del patrullero que intenta “limpiar su cuadrante” los consumidores no son abogados de clase, y edad, media sino los pocos indigentes y los muchos muchachos pobres que se congregan en calles, plazas y parques a fumar marihuana. Esos son los consumidores que hacen que suene el 123 con señoras indignadas ante semejante espectáculo. Son muchachos desocupados dejados del Estado, muchachos sin futuro a la vista, sin otro plan que fumar vicio y atracar o asustar a algún desprevenido transeúnte cuando acaben de fumarse este cacho. Para ellos, como para los indigentes que sorben bazuco afuera de las ollas, el derecho a la dosis personal se esfuma entre las líneas del Código cuando igual son detenidos por 24 horas en la UPJ, o por 48 en la Fiscalía. Sin embargo, es escaso el policía valiente que se atreve a meterse con la dosis de un “doctor” (“no vaya y me salga hijo de senador” me dijo un policía en una entrevista para una investigación que sobre este tema publicamos en la Universidad de los Andes.)
A la propuesta de Petro, como ya han digitado felices tantos columnistas buscando tema—y tantos intensos programas de radio—le falta trabajo. Empezando porque parece inspirarse en los programas de reducción de daños de los países europeos para drogas – y sociedades– muy diferentes. Si no quiere quedarse en la pequeña minoría que se droga con heroína inyectable, le valdría mejor mirar a Brasil donde hubo un programa exitoso de tratamiento con marihuana a cambio de bazuco, una droga tan terrible que algunos la llaman el Diablo. Ahí le tocará el ejercicio—entre divertido e intimidante—de capotear a un Procurador que le dice a muchas más cosas el Diablo…y que no sabe cuántos de los funcionarios que con ardor vigila llegan a la casa, se quitan los zapatos, y se fuman un cacho.
Tomado de La Silla Vacía

