museo del oro 1Por Adalys Pilar Mireles*

Bogotá, (PL) Tras la leyenda de El Dorado, dispuestos a escrutar la laguna sagrada de los indígenas muiscas, decenas de viajeros atraviesan cada día la sabana de Bogotá, atrapada entre Los Andes, para llegar a ese antiguo adoratorio o sitio de ofrendas.

Luego de pasar por el pintoresco asentamiento de La Calera donde aparecen por doquier leños recién cortados, resultan sorprendentes las vistas de viviendas asidas a la majestuosa cordillera, la diversidad de la floresta y el olor de los duraznos frescos a la orilla de la carretera.

Cada pueblito pegado a la montaña tiene un encanto singular, muchos con casas de tejas rojizas y viejas estufas, pequeños restaurantes y tascas, donde la vida parece transcurrir con pocos sobresaltos.

Tras varias paradas en busca de información exacta sobre el destino final, asoma la famosa laguna de Guatavita, descrita desde tiempos pasados como una gran esmeralda en el centro de las montañas.

En ese escenario los integrantes de la sociedad muisca ofrendaban a sus dioses objetos de oro y piedras preciosas.

Según cronistas, el paraje lacustre fue el escenario predilecto para investir a los nuevos caciques, cuyos cuerpos eran ungidos con polvo del codiciado mineral.

En una balsa fastuosamente adornada, los elegidos navegaban por Guatavita arrojando piezas confeccionadas con ese metal dorado, símbolo de poder e inmortalidad.

Luego de los ofrecimientos, comenzaba la fiesta en la comunidad, las mujeres habían preparado con anticipación abundante comida a base de maíz, manjares y bebidas transportados en vasijas de diversas formas y tamaños, elaboradas con paciencia por experimentados alfareros.

Durante tres días reinaban los juegos, los cantos y los toques de tambores en plena serranía, acompañados de danzas y rituales.

La laguna original sobrevivió al paso de los siglos y a varios intentos por desaguarla en busca de las riquezas mencionadas por los narradores de la antigüedad y reverenciadas por la tradición oral.

Un pequeño muelle permite adentrarse en las aguas del lago y escudriñar las profundidades, donde podrían perdurar todavía vestigios de las peculiares ceremonias destinadas a coronar a los nuevos gobernantes del cacicazgo muisca centurias atrás.

En casas de campaña o a la intemperie, muchos disfrutan la quietud del lugar, entre los sonidos y aromas de la naturaleza.

Tendidas sobre la hierba, parejas de enamorados recuerdan las anécdotas sobre la tragedia de la cacica apasionada por un guerrero y rechazada por su infidelidad, quien decidió arrojarse a la laguna con su pequeño hijo en brazos.

El sitio primigenio del asentamiento muisca quedó sepultado por las aguas de un embalse cercano, pero un poblado construido hace poco más de cuatro décadas recrea los episodios y personajes del territorio gobernado por un rey ataviado de dorado, que dio nombre a la homónima leyenda.

Sus habitantes viven del turismo en ese paraje apegado al pasado y a los deslumbrantes sucesos descritos generación tras generación, por lo que no faltan los guías en el original asentamiento.

Casas pintadas de blanco y cubiertas con tejas de barro conforman el centro histórico del reciente poblado, provisto incluso de una plaza de toros y de un espacio para la venta de artesanías como ponchos y abrigos hechos con cuero.

Entre los auténticos historiadores pueblerinos sobresale la pequeña Tatiana Carreño, quien con apenas 10 años de edad cuenta a los visitantes hitos de la famosa civilización y versiones sobre la muerte de la cacica en el fondo de la laguna.

Varios descendientes directos de la estirpe muisca habitan aún en las inmediaciones y conservan con veneración las tradiciones de sus ancestros, entre ellas los bailes, las nostálgicas melodías salidas de añejas flautas y la predilección por plantas como el tabaco, el cacao y la coca.

museo_del_oro_balsaEl Museo del Oro, situado en el corazón de Bogotá, exhibe entre sus reliquias una diminuta embarcación moldeada por artífices anónimos, que se cree recrea la mítica balsa de las ofrendas.

En la época prehispánica los representantes de esa etnia cultivaban maíz, papa, quinua y algodón, entre otros productos agrícolas; eran excelentes orfebres y practicaban el trueque de mantas, sal y esmeraldas con los pueblos vecinos.

Las referencias sobre el monarca vestido color sol, datan del siglo XVI y atrajeron a los conquistadores españoles hasta el altiplano Cundiboyacense, espacio ancestral de los indios muiscas.

Inspiración de literatos y cineastas, la lujosa coronación de los reyes a bordo de una nave en medio del lago suscita aún fabulaciones y alimenta la imaginación de cazadores de relatos sobre la remota agrupación humana amante del arte de la orfebrería. *Corresponsal de Prensa Latina en Colombia