Por Donaldo Mendoza*
La lectura de una crónica del periodista Felipe González Toledo (Bogotá, 1911-1991), «Cartas sin respuesta» (1959), revolvió mi nostalgia por aquella milenaria ‘red social’ que gozó de tan buena salud hasta finales del siglo XX: la carta. Y cual broma del azar, consultando un manual de ortografía me topé con una anécdota que une dos competencias: la redacción de cartas y la ortografía. Una anécdota que se atribuye al poeta y prosista Guillermo Valencia, es ésta:
«Un día se me acercó la muchacha del servicio –comentaba el poeta– y me pidió que le ayudara a contestar una carta al novio, el policía de la esquina… Cuando se terminó la respuesta, se la leí».
̶ Muy buena, ‘doptor’, pero le falta lo principal.
̶¿Qué es lo principal?
̶ Que perdone la mala letra y la mala ortografía».
¡Ah, la ortografía! En su ilustrada ignorancia, esa muchacha revelaba el respeto cuasi sagrado que se tuvo en el pasado por la ortografía. Enfatizo ‘el pasado’, porque el presente adolece de serias dolencias por cuenta de las redes sociales, incluso en el gremio del periodismo. Como si alguna ‘academia’, distinta de la Lengua, hubiera legitimado cualquier arbitrariedad. Vale precisar que la palabra es un todo, y como tal debe escribirse, con sus elementos pertinentes; porque no me parece normal dejarle solo al contexto de la expresión el significado. Para el caso estos ejemplos: revólver / revolver; parque / parqué; sábana / sabana; secretaria / secretaría; seria / sería. Cada una tiene autonomía y función gramatical propias.
Felipe González Toledo (a quien su colega Gabito bautizó como “el inventor de la crónica roja”), en sus ‘Cartas sin respuesta’ nos ilustra sobre el poder social que tenía ese medio de comunicación. Al punto que un suicidio sin carta pasaba con mucha pena y sin nada de gloria. En efecto, en su labor de reportería, González Toledo se ocupó de varios casos de suicidios en Bogotá, en donde la carta jugaba papel protagónico. Valga decir que el suicida solía fungir de paciente y médico a la vez. Para dejar testimonio del recio poder de la carta, selecciono tres casos de sendos suicidas (fragmentos):
1) Del empleado de ferretería; edad, 27 años:
«Hoy me despido de esta vida miserable. Yo soy un desgraciado. De todo mundo vivo despreciado, vivo en una batalla solo, vivo y puedo seguir mi suerte…»
2) Del peluquero, 27 años:
«Yo he vivido amargado toda la vida. Nadie sabe de mis congojas y el triste latir de mi corazón. No quiero gloria ni penas. […] pondré un punto final con alegría, acompañado por varias lágrimas del tamaño aguacate. […] El que sacó pasaporte para la eternidad…, O. V. G.» Nótese el espíritu festivo con el que la vida se lo entregó a la muerte.
3) Del periodista, 28 años (tenía esposa y niños de muy corta edad). Entregó la carta a un colega:
«Estoy imaginando tu sorpresa ̶ decía ̶ . Pero no es para tanto. Me doy cuenta de que es una ‘chiva’ que te voy a dar. Claro que sí. Sin embargo, no le des mucho despliegue. Te agradeceré que, hasta donde te sea posible, le restes importancia a la noticia. Y dices lo mismo a los colegas de otros diarios». Llama la atención el estilo periodístico del mensaje: frases cortas, sencillas y concisas. Y el uso del punto y seguido, y hasta del punto final…
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