Por Donaldo Mendoza*

Me enviaron una mini crónica sobre la Curva, circula en Facebook con un robusto volumen de comentarios; publicada en el portal «Codazzi, tierra querida». Y no es para menos, al llamado de la nostalgia todos acudimos. El autor solo dejó como evidencia, “esta historia me la contó mi abuelo”. La Curva, en su tiempo se ofrecía como centro de recreo para adultos, y un riesgo para la inocencia de niños y adolescentes que fisgoneaban desde las enrejadas puertas y ventanas el baile de hombres y mujeres (en minifaldas y abundante maquillaje), que bregaban para no salirse de una baldosa.

Codazzi era para ese entonces la «capital algodonera de Colombia», en donde habitaban, en tiempos de bonanza, más de cien mil habitantes: ‘población flotante’, se decía. Como en todos los pueblos que dinamizan la economía mediante la explotación minera o agroindustrial, en Codazzi se estableció, en la orilla occidental de la cabecera municipal, una ciudadela de bares y cantinas para satisfacer las necesidades de los hombres que laboraban en los diversos oficios de la industria algodonera.

El lugar era, en efecto, una ciudadela con vida propia: día y noche la música (rancheras, boleros, orquesta), en pickups de vistosos colores, se disputaba a punta de volumen la asistencia masculina. Digo vida propia, porque era el único lugar de la población que contaba con luz eléctrica particular; para el resto de la población había una plantita eléctrica que llevaba su lánguida energía hasta los ‘calabacitos alumbradores’ de unas pocas manzanas.

Pero hay otra realidad que al nombrarla ensombrece la nostalgia. Durante tres décadas, entre el cincuenta y el setenta, se sembró algodón en Codazzi. La riqueza que produjo se quedó: una, en los bolsillos de terratenientes con músculo económico suficiente para emprender otros negocios cuando el algodón dejara de existir; dos, en los dueños de los bares y cantinas de la Curva, adonde millares de trabajadores dilapidaron fortunas.

Otro indicador en el balance de lo que fue la Curva es el duelo. Muchas mujeres vestían de negro su sufrimiento, por los seres queridos que perdieron la vida en medio de esa vorágine de damiselas, música y ron. El símbolo de ese sufrimiento es el de una madre cuyo hijo, que no llegaba a los 25 años, después de una discusión con un policía borracho, salió del bar «El gato negro» corriendo, y el policía detrás esgrimiendo el revólver; el muchacho le sacó alguna ventaja y se escondió debajo de la cama de una casa amiga. Hasta allí llegó el policía y lo baleó. Durante varios años la pobre madre asistió al cementerio a llorar sobre la tumba de su hijo. El bar «El gato negro» se convirtió en símbolo del terror; hoy es un lugar de espanto devorado por la maleza.

Cuando Codazzi despertó, sus habitantes se encontraron con un pueblo que, a pesar de tanta riqueza producida, tenía sus calles sin pavimentar, no había alcantarillado y el acueducto era precario. La interconexión eléctrica llegó cuando ya no había algodón y el mandato del presidente Alfonso López Michelsen terminaba.

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