Lo conocí – o al menos me enteré que existía – con el clásico formato que conocimos a los encumbrados alumnos matriculados en la escuela vernácula de Francisco el Hombre: por la difusión radial de sus propias creaciones. No he investigado con seriedad el fondo de este asunto, pero la explicación personal, con las consabidas excusas, es que aquella rutina constante donde el compositor del género vallenato se mencione con nombre y apellido en muchas de sus obras, es como queriendo advertir que orgullosamente están dispuesto a reclamar y defender en el terreno musical que sea, la paternidad de su inspiración.
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Juancho Polo Valencia: “…en mi tierra y fuera de ella…”.
-Anécdotas-
A Juancho Polo, ya sabemos, quien lo rescata del anonimato es la magistral interpretación que hizo Alejo Durán de su obra maestra Alicia Adorada en el año 1968. A pesar que la canción ya rodaba desde hacía unos 16 años atrás en un sector reducido de La Provincia, sus efectos sonoros habían pasado desapercibidos.
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POR ALFONSO OSORIO SIMAHÁN
Dos percances, rutinarios en apariencia, estuvieron a punto de abortar lo que sería la primera gira de Diomedes a Venezuela.
La conquista de nuevos espacios para potenciar una carrera hacia la gloria es la ilusión latente de cualquier artista; sobre todo, cuando éste ya cree que ha cosechado buena parte del éxito por los alrededores de su madriguera.
Diomedes, para el primer semestre del año 1981, con ocho producciones discográficas en su haber, se encontraba navegando en la cresta de la ola de popularidad. Era innegable que para esos momentos ya se perfilaba como el genuino ídolo que la cultura vallenata desde hacía rato avizoraba. Con su temperamental arraigo pueblerino y su enigmática conducta campechana no se obnubiló, pero tampoco se excusó, cuando le tocó explorar otros mercados de aplausos. Un día cualquiera los vientos lo sacudieron, he hicieron que enfilara su proa hacia la vecina Venezuela.
Aquiles Molina, folclorista y compositor nativo de Fonseca- Guajira-; el mismo a quien otro fonsequero, Luis Francisco “Geño” Mendoza– creador de Festival Vallenato – le dedicara un par de versos en “Despedida del Festival”, una legendaria canción que grabó Jorge Oñate con los Hermanos López en los años 70s., fue el primero que se atrevió a cabrestear musicalmente a Diomedes a predios de Bolívar. Aquiles, al igual que “Geño”, tenía varios años de estar residenciado en Venezuela; los dos trabajaban como promotores artísticos para sendos sellos disqueros de cierto prestigio.
Aquiles, obligado por su oficio se movía constantemente entre Caracas y Maracaibo. Para él ni para nadie era un secreto que en estas dos ciudades se aglutinaba una gran masa de compatriotas colombianos. Ávidos en diversión y entretenimiento y absorbidos en el día a día laboral, esos ratos de recreación, como era obvio, se daban era los fines de semana. Con tal de reencontrase con sus raíces y vivir otros afectos, durante esa tregua frecuentaban algunos establecimientos comerciales, tales como restaurantes, clubes sociales o cervecerías que la misma colonia había anidado por mera costumbre.
El estado fronterizo del Zulia, cuya capital es Maracaibo, alberga desde el siglo pasado un contingente numeroso de braceros costeños diseminados a lo largo y ancho de todo su territorio, una rica despensa agrícola y ganadera de Venezuela. Si a esto le sumamos el contexto geopolítico que la identifica y su análoga posición geográfica a la nuestra, no tendría por qué extrañarnos que, al visitarla nos dé la impresión de encontramos en el octavo departamento de nuestra Costa Atlántica.
Todos estos elementos gratuitos debieron ser los animadores para que Aquiles cualquier día amaneciera matriculado como gestor de espectáculos. Se asoció con un empresario de altos quilates de apellido Arias, para dar sus primeros pasos experimentales por Maracaibo y otros municipios del Zulia, llevando diferentes agrupaciones vallenatas reconocidas, tales como los Hermanos Zuleta y Jorge Oñate.
Después de esas pasantías, que resultaron positivas, Aquiles no tardaría en dar con la fórmula para atrapar al pez grande: Diomedes, quien era el que tenía revolucionado el panorama vallenato de actualidad. Para conseguir ese objetivo, Aquiles no desaprovechó que era un viejo conocido de Dagoberto Suárez, el manager de Diomedes para aquella época, y por otra parte, sabía moverse por todos los vericuetos que brotaban amistad y folclor por predios de Valledupar. Viajó por lo tanto a esta ciudad, para finiquitar con Dago un contrato para tres presentaciones: dos en Maracaibo, y la otra en Caracas.
Jaime Hinojosa Daza, gestor cultural, comunicador y compositor patillalero, pariente de Diomedes, a quien este le había grabado un par de composiciones en sus primeros álbumes, también vivía en Caracas. Al igual que muchos coterráneos, le tocó emigrar con los bolsillos vacíos, pero con una valija espiritual repleta de secretos y cultura Caribe. Jaime que para esos días se encontraba por los lados de Valledupar en asuntos personales y conocía las pretensiones de Aquiles, fue quien le dio la certera estocada argumental a Diomedes, para que este aprobara sin vacilaciones el contrato. Jaime, se ganó por ello el cargo de baquiano –ad honorem- en la logística de aquella anunciada gira. Fue el primero también, 13 años después, en llevarle a Diomedes la noticiasobre la muerte de Juancho Rois, ocurrida en Venezuela, aquel aciago noviembre.
Caracas, es un capítulo aparte. Para los primeros años 80, sus hábitos eran complejos e intensos. Los avatares musicales parecían moverse al ritmo de la ciudad. La salsa y el merengue se disputaban el primero y segundo lugar en aceptación y consumo del género tropical bailable, logrando sacar una legua de ventaja a lo que aún se conoce como estilo gallego, ese archiconocido y pegajoso aire que identifican a Los Melódicos, Billos, Pastor López, Nelson Henríquez…, entre otros. El melómano caraqueño tan sumiso y discreto para el gusto musical, como para servir de receptor a una migración desaforada, no le quedó más remedio que rendirse a la ocasión. Cuatro emisoras capitalinas, YVKE Mundial, Radio Rumbo, Radio Continente y Radio Capital, las de mayor sintonía, eran las encargadas de revolear la difusión del éxito pretendido; eso sí, al compás de la payola – pago forzado a la radio – .
En los 3 años que para entonces llevaba este humilde cronista viviendo en Caracas, no recuerda que haya sonado un solo vallenato en las tantas estaciones radiales que tenía la capital de Venezuela. Los únicos artistas de nuestro repertorio costeño que se escuchaban, y eso, en horario donde mermaba la sintonía y, en dosis ínfimas, eran Los Corraleros de Majagual, Aníbal Velásquez y Noel Petro. La sequía Vallenata la rompería el Higuerón del Binomio en el año 1984, que con tamaño suceso radial abrió sin timidez la trocha para que se fueran asentando y se valoraran otros herederos del Imperio de Francisco el Hombre. Ese primer cisma en el gusto musical se le debe en buena medida a un audaz disquero antioqueño, Evelio Alvarez, propietario de la compañía de discos Discorona, quien era la encargada de distribuir el catálogo de Codiscos en Venezuela, y, por ser Evelio también el pionero de los nuestros en pactar con la tirana payola. No obstante, todavía era la hora en que el caraqueño a todo lo que sonaba con acordeón, caja y guacharaca, lo encasillaba como cumbia; y aun, después que el género vallenato logró posicionarse y circulaba de boca en boca, la palabra vallenato les seguía siendo tan advenediza que los medios impresos la escribían con B, como para refrendar que el pez era más grande de lo que se creía.
Atodas estas, los dos espectáculos de Maracaibo se llevaron a cabo bajo una inusual expectativa y buenos resultados económicos; pero antecedidos de una marcada incertidumbre que estuvieron a punto de ser cancelados. Todo, por la aversión congénita de “Colacho” Mendoza a montarse en un avión. Se le había comunicado que el conjunto se trasladaría por tierra hasta Maracaibo, pero hacia Caracas deberían tomar un vuelo. No era la primera vez que “Colacho” se resistía, ni sería la última que Diomedes le soportaba esos resabios. Más bien esos desplantes eran maquillados con humor oportuno, para luego festejarlos en un ambiente de parranda.
En el afán de salvar con las mejores armas el compromiso adquirido para Venezuela, se empezó a barajar el reemplazo de “Colacho”; tarea no tan fácil para esa época, ya que los acordeoneros cinco estrellas eran escasos, y de paso, estaban atados a obligaciones serias con sus respectivas yuntas.
Fue “Tito” Castilla, cuñado y compadre de Diomedes, aparte de su cajero oficial por más de 30 años, quién desenredó la madeja. En medio de aquella encrucijada se le ocurrió postular como alternativa a Álvaro López, hijo de Miguel, quien era la cabeza visible de la dinastía Los López. Diomedes, sin hacer comentarios, giró instrucciones en el acto para localizar lo antes posible a Alvarito. Se delató, porque su rostro se iluminó como solía hacerlo, cuando lo abrazaba una estupenda idea, para dar a entender que estaba más que complacido con el candidato de “Tito”. Conocía suficientemente los atributos y recursos de Alvarito en el manejo del acordeón; y, lo otro, era que mantenía una deuda moral con los Hermanos López, por ser estos el conjunto que le brindó la primera vitrina para exhibir su talento. Alvarito que había ganado dos festivales vallenatos en diferentes categorías, no había grabado todavía, ni pertenecía de manera formal a ninguna agrupación. Las presentaciones en Venezuela marcaron su debut como profesional.
Un día sábado, a mediados del mes de junio de aquel mencionado año 81, después de sus cumplir los compromisos en Maracaibo, arribó Diomedes a Caracas. El hotel donde se hospedó junto a su manager y acordeonero fue el Anauco Hilton, ubicado en el complejo urbanístico del Parque Central.
Isaías Molina, sobrino de Aquiles, se desempeñaba como representante de ventas para la misma compañía que trabaja su tío. Tenía una camioneta de ocho pasajeros, tipo Jeep Wagoneer, modelo reciente, oportunidad esta para que su tío le encargara la tarea de movilizar a Diomedes y su séquito en su corta estancia por Caracas.
Isaías, con quien trabé una breve pero buena amistad en Caracas, hasta perder su rastro hace unas tres décadas, sabía de mi vocación musical e inclinación compulsiva para husmear algunas novedades del folclor. Tal vez por esto Isaías no sólo se conformó con haberme mantenido al tanto de la llegada de Diomedes, y darme a conocer los pormenores relevantes de su presentación, sino que me sorprendió el mismo sábado en que arribó Diomedes a Caracas con una invitación para un sancocho, cuyo invitado de postín era el cantante. Se había planificado para las horas de la noche en el apartamento de un comerciante guajiro de apellido Daza, ubicado por los lados de la Avenida Morán, un sector popular al oeste de la ciudad capital.
Llegamos al sitio como a las 7 de la noche. No habíamos más de 15 personas allí. Al primero que me presento Isaías fue al anfitrión, y luego a su señora esposa. Diomedes se encontraba sentado en un rincón de la sala sentado en una pequeña poltrona, con las manos entrelazadas a la altura del vientre y una pierna encima de la otra. Lo notamos algo distraído. Al llegar ante él para los protocolos de presentación, se levantó, sonrió y con un tosco movimiento nos extendió la mano derecha sin pronunciar palabras. Estaba vestido con una sencilla camisa floreada y un jean azul. Cero prendas llamativas en su cuerpo. El escaso murmullo de los presentes lo contrarrestaba, a bajo volumen, una grabadora gigante, con el audio de La Locura. Más demoraba en finalizar el casete de un lado, que en voltearlo para el otro.
Nuestra suspicaz mente juvenil y rochelera nos hizo imaginar, tratándose del ilustre invitado, que lo del sancocho era un disfrazado pretexto para darle paso a una animada parranda. Pero que va. Del conjunto de Diomedes el único que lo acompañaba en aquella invitación era su manager Dago. En síntesis, la atmósfera que se respiraba en aquel modesto hogar, no pudo ser otra que la de un tradicional compartir familiar. Pero en buena hora, porque ese detalle fue la sazón para que, sin incomodidad, se desarrollara una entretenida tertulia.
Si tuviésemos que hablar con la verdad, y resaltar las imágenes secuenciadas que se vio del comportamiento de Diomedes aquella noche, diríamos que no percibimos el más insignificante gesto de disgusto, ni ninguna frase destemplada por parte de él, como para hacernos pensar que no se encontraba feliz y reconfortado de aquel humilde agasajo, el cual le brindaba unos modestos paisanos. Tampoco hubo pregunta que evadiera, y que él no respondiera con entusiasmo y disposición dentro de su limitado lenguaje coloquial. Por el contrario, a medida que avanzaba el conversatorio, como si una mano mágica le dieran cuerda, sus relatos resultaron más apasionados; es más, dictó catedra de buen interlocutor. Nos habló de su familia, del accidente donde perdió la vida su tío Martín Maestre, de sus primeras composiciones… y hasta nos cantó a capella un merengue que había compuesto recientemente, dedicado a su padre, canción que a los pocos meses la escuchamos grabada con el nombre A Mi Papá.
Es difícil medir con precisión la personalidad avasallante de alguien con quien apenas se ha compartido un par de horas. Pero esto no nos priva de esbozar mediante una sutil reflexión, la sensación que flotó para nuestro nuestro punto de vista, el talante de un muchacho simpático, que ya era considerado un fenómeno dentro del mundo vallenato. Bastó con escuchar su proyecto de vida, palpar la energía que transmitía y dejara entrever el grado de exaltación e intensidad con que se entregaba, al hablar de su pasado y presente para ratificar que estábamos en presencia de un ser iluminado. Otro detalle que nos descrestó a vuelo de pájaro fue, ver como con su visible humildad administraba tan bien su fama, que mas bien pareciera que él mismo tratara de derrumbarla.
No fue sino hasta que sirvieron el sancocho, el cual Diomedes apenas si probó, para percatarnos que no era ningún tic nervioso el que lo aquejaba, cuando lo veíamos con cierta frecuencia sobarse la barriga. El mismo confesaría que, después que almorzó en el hotel, le sobrevino un rebote estomacal acompañado de un persistente dolor. No había querido confesar nada. Se le consiguió un Alka Seltzer con limón. Su preocupante salud trajo como consecuencia que se arruinara el entretenido sancocho. Hubo consenso para retornarlo a descansar al hotel.
En el trayecto hacia el hotel parece que se agigantó su malestar, por lo que Aquiles, mortificado, sugirió llevarlo mejor a un centro médico .En este caso fue al Hospital Vargas, en una zona central.
– Si mamá Vila estuviera aquí para que con sus benditas manos me masajeara la pipa, no habría necesidad de médico – dijo con resignada melancolía.
En el hospital, después evaluarlo se le diagnosticó gastritis aguda. Para calmarle el dolor le inyectaron un analgésico. De medicina lo único que le recetaron fue Maalox, un antiácido muy comercial que también servía para combatir el dolor. En una farmacia frente al hospital le compramos un blíster, se lo dimos y, a punta de saliva ya se había tragado una, cuando tuvimos que advertirle que no eran ingerirlas enteras, sino masticadas. Al masticar la segunda, dijo que sabían a leche cortada de cabra, pero que las próximas las iba a pasar con café.
Con un mejor semblante, ahora sí, rumbo al hotel, que quedaba a pocos minutos del hospital. Quien rompió el momentáneo silencio durante el trayecto fue Diomedes, para contarnos una anécdota recién sacada del horno. Dijo, que la enfermera morena que lo inyectó, al momento de solicitarle algunos datos personales le preguntó a qué se dedicaba:
- A veces me rebusco cantando – respondió entre labios.
Curiosa, la enfermera le vuelve a preguntar:
— Qué tipo de música cantas. Vallenata, dijo con altivez y sin pensarlo Diomedes.
– Con qué se come eso- . Le preguntó con sonrisa intrigante la enfermera.
– Si quieres saberlo, te invito mañana a un toque que tengo-, respondió Diomedes.
– Magnífico – repuso con picardía la enfermera. Pero primero tienes que pedirle permiso mi marido que es policía.
– Como no muy seguro el baile… y para no quedarte mal, mejor te lo digo enseguida. Respondió gagueando y nervioso Diomedes.
– Eso se come, con acordeón, caja y guacharaca. Sentenció
La Urbanización de clase media, El Paraíso, fue hasta hace algunos años un privilegiado lugar residencial de Caracas. Su fácil acceso a las autopistas para comunicarse con otros sectores, y su cercanía con el centro de la ciudad la hacían apetecible para vivir. Aparte de contar con 2 universidades, buenas instituciones educativas, y un estadio, en varios recodos de la urbanización construyeron una docena de Clubes Sociales, pertenecientes a varios gremios empresariales y a sindicatos. Uno de aquellos fue El Club Bancario. Este sería el sitio escogido para la regia presentación de Diomedes aquel remoto domingo de junio.
La promoción del espectáculo no fue radial, sino que se hizo mediante volantes de persona apersona, afiches pegados en sitios visibles de algunas zonas neurálgicas por donde se movilizaba un grueso de la colonia costeña y, en tres emblemáticas disco-tiendas, especializadas en música del Caribe colombiano; ubicadas, una, al este de la ciudad, Musical las Vegas; otra en el ombligo de la ciudad-Chacaito-, de nombre Discolandia y la tercera al oeste, Discos El Metro. Estas tiendas también fueron las encargadas de vender la boletería.
En los días previos a la presentación de Diomedes, conocí por intermedio de un amigo a una esbelta paisana sabanera. Me manifestó su deseo de ir a conocer al artista. Como era la primera vez que saldría con ella, le di el visto bueno; ese detalle me obligo ir para la fiesta en mi propio cacharrito.
El horario que había establecido las autoridades municipales, debido a ciertas ordenanzas de convivencia, era que dichos eventos no podían extenderse más allá de las 11 de la noche; razón por la cual el baile lo habían programado a partir de las 5 de la tarde hasta la hora señalada.
Llegamos al sitio como a las 4:30. Las calles aledañas estaban colapsadas por la gran cantidad de vehículos estacionados, incluso, hasta en las aceras; esto me obligó a parquear el mío a cuadra y media del club. Aguardamos afuera. Cada 10 minutos entraba y salía del club Aquiles, en actitud nerviosa y con una mirada escrutadora hacia la distancia. No era para menos, la noche anterior lo dejó caviloso la salud de Diomedes. Pensando en el evento, de no mejorarse este, las consecuencias para él serían impensables. Hasta esa hora, Aquiles no sabía de él ya que desde muy temprano le había tocado solucionar un impase con la permisología del espectáculo, y el resto del día en poner a tono todos los preparativos de club. Encomendó a Isaías para hacer las averiguaciones de rigor y, si no había novedad, trasladar a Diomedes hacia el club lo antes posible
Nos tocó, igual que Aquiles, seguir esperando impacientes a que llegara Isaías con Diomedes. Isaías me había prometido no sólo el pase de cortesía para entrar, sino compartir su mesa. El resto del conjunto, los instrumentos musicales, sonido y los mesoneros ya se encontraba dentro del club.
El Club Bancario, con un aforo para unas 300 personas, estaba rebosado por otras 100 adicionales. Alrededor de la entrada deambulaban unas treinta personas, tal vez dudando para entrar, o con la simple intención de conocer al cantante.
Faltando como diez minutos para las 5 p.m., reventó la piñata. No sólo le volvió a llegar el alma al cuerpo de Aquiles, sino que nosotros ganamos el año. A unos cincuenta metros divisamos a Diomedes que venía caminado rápido, seguido a pocos pasos por Isaías, Alvarito y una mujer de media edad. Diomedes esta vez se mostró vestido con un conjunto tipo safari, de color caquiclaro. Con ademanes de torero novato, saludó fugazmente a unos cuantos seguidores. A juzgar por la escena vivida y su singular compostura, diríamos que sólo le faltaba una biblia en la mano para parecerse a uno de esos predicadores evangélicos que frecuentan las plazas públicas. En la próxima media cambiaríamos de opinión.
Todavía afuera, nos reconoció al saludarlo. Ocasión que aprovechamos para preguntarle cómo había seguido con su salud. Su respuesta fue una clásica perla, sacada de su original cantera:
- Bueno, a pesar de haber pasado toda la noche haciendo más fuerza para escupir que para cagar, me siento mejor; y, espero que luego unos whiskycitos me terminen de remendar -.Dijo al natural.
Debutó con la canción La Juntera y cerró su presentación con Para mi Fanaticada. No sabemos si fue fortuita o deliberada la elección dentro de su extenso repertorio estas dos canciones; pero dicen por ahí, que los hombres románticos a quienes los ha arropado la fama, permanentemente evocan a su patria chica y también viven agradecidos de aquellos quienes los han encumbrado.
Con la seguridad del que desafía a una bestia indomable, se subió a la pequeña tarima para deshilachar sin piedad emocional, canción por canción. Nada de histeria, ni público enloquecido. El único que transmitía euforia era él con sus cantos y movimientos circenses. Ensimismado en sus recitales, cada vez que le tocó subirse a la tarima no perdió oportunidad para repartir sus acostumbrados saludos a cuanto conocido veía en medio del show; algunos de ellos, agradeciendo el cumplido coreaban sus canciones. Sudaba copiosamente, pero cada gota de sudor era como energía divina que se apoderaba de su ser para entregar en cada verso, en cada estrofa, en cada canción, su alma y su encantador mensaje musical.
Estuvimos con él compartiendo la misma meza todo el baile. Alternó su presentación con una miniteca – picó – Cantó 3 tandas de seis canciones las dos primeras, y la última de siete. En los descansos, cuando los necios o borrachitos lo permitieron, dialogamos de temas domésticos y variados.
Pero toda fiesta por muy glorificada u opaca que sea, tiene que acabar. Llegaron las 11 p.m. Momento de la partida y despedida. Habíamos consumido cuatro botellas de whisky Old Parr. De la última quedaban unos tres dedos. Vació un poco de su contenido en un vaso desechable y luego me alargó el resto de la botella en señal de regalo. De momento interpreté esa acción, decodificando secretos guajiros, que era una manera de decirnos, que no nos olvidáramos de un amigo agradecido ni del momento vivido. Pero cuando más tarde vi que mi pareja con aire furtivo y sin desparpajo se embarcó con él, cambié de parecer. Entonces me dije que aquella ración de María Namén-Old-Parr, que con sonrisa me regalara, era más bien una manera de resarcir su pilatuna. Pero más nunca me encontré con él para agradecerle en el alma, que su travesura artística me haya librado a futuro de una pesadilla romántica; ya que en los próximos meses vi a la susodicha amiga engolosinada con el mismo formato, una vez con Poncho Zuleta,y la otra con Jorge Oñate, en espectáculos bailables diferentes.
Pero la anécdota para celebrar con decoro y sin furia, y que me conduce como un rayo nostálgico a aquella fecha inolvidable, me sucedió diez minutos más tarde cuando fui a tomar mi carro para marcharme para mi casa. Habían abierto el maletero del carro y se habían llevado la llanta de repuesto, el gato y un lote variado de unos 100 casetes piratas, made in Maicao, que se encontraban dentro una caja. Lo que no me gustó de esa fechoría fue que el ladrón debió ser un melómano especializado; porque de los pocos casetes que quedaron regados en el maletero del carro la mayoría eran de Diomedes, y de otros artista vallenatos.
Otrosí.- Se cumplen 40 años de la primera vez que Diomedes pisó tierras caraqueñas. Como artista consagrado la visitaría media docena de veces más; y encada una de sus presentaciones, de manera escalonada, se fue notando la progresiva expansión tanto de los escenarios que frecuentó como de su fanaticada. El último de sus conciertos, fue en el estacionamiento del emblemático recinto de espectáculos, el Poliedro de Caracas, donde hubo esa vez desmanes y hasta heridos. En esa ocasión no asistieron solamente aquellos 400 paisanos que albergaba el Club Bancario, en su mayoría costeños, sino que esta vez fueron no menos de 25.000 seguidores, provenientes de una media docena de países a rendirles tributo y admiración.
No entendemos, ni tampoco es la intención de usurpar terreno del psicoanálisis, para dar con la causa de la metamorfosis que sufrió Diomedes, cuando dio un giro dramático a su existencia muchos años después. De aquella imagen de muchacho extrovertido, austero y moderado que apreciamos aquella noche del sancocho, a verlo inmerso en un mundo licencioso; preso sin remedio en un ambiente de banalidad y de disipación, la brecha fue enorme.
Para lo que si no necesitamos lupa, por sobrada evidencia, es para aceptar que murió siendo el máximo representante de la casta vallenata. Alcanzó el gran fervor de sus seguidores, sin más ínfula ni prebendas, que haciendo lo que más amaba, cantar. Su fanaticada así lo entendió, y por eso lo idolatró; tanto, que hoy van a su tumba en romería a pedirle milagros. Lo que se traduce, que de leyenda, su figura está a un paso de convertirse en mito.
Por convicciones musicales, somos más zuletista, que diomedista. Pero cuando alguien en su desenfreno me pregunta que opino de Diomedes, le respondo a lo A. Einstein, cuando un periodista lo abordó para preguntarle que pensaba del genial músico J.S.Bach:
- Escuchadlo, interpretadlo, veneradlo y callaos la boca!.


ALFONSO OSORIO SIMAHÁN
FAUSTINO DE LA OSSA: ARQUITECTO DEL FOLCLOR SABANERO.
Por: Alfonso Osorio Simahán
Cuando todavía no había cumplido los 8 años de edad le pidió al Niño Dios que le trajera como regalo navideño un acordeón, aunque fuera chiquitico. Soñaba con imitar a un grandulón ensombrerado, piel morena y diente de oro que lo había cautivado de encantos, cuando en las Fiestas en Corralejas de Sincé de aquel mismo año, jaloneó el fuelle de su instrumento como sólo lo hacen los iluminados.
Pero fue tan modesta la petición del niño Tino que, cuando llegó el día y la hora de reclamar el ansiado aguinaldo, lo invadió más la desilusión que la alegría: con su natural algarabía, revisó primero debajo de la cama; luego, palmo a palmo cada rincón de la habitación, y no halló nada. Estaba a punto de renunciar en su búsqueda cuando se le dio por sacudir con desgano y por instinto infantil la almohada, encontrando debajo de ella una caja en miniatura de forma rectangular y en cuyo interior venía una curiosa violina -armónica o dulzaina-, made in China. No supo si tirarse a reír o llorar.

Su padre, “el viejo Fausto”, de quien heredó con nobleza no solo su nombre sino sus marcados apuntes jocosos, le aplacó el desconsuelo diciéndolo que el Niño Dios, como prueba de aplicación, le enviaba primero una violina, y si la aprendía a tocar, seguro, para las próxima navidades le traería el soñado acordeón. Su primo, “El Pocholo”, desde muchacho un mamador de gallo empedernido, fue al límite en su papel de consolador: lo terminó de relajar explicándole que la tal violinita no era más que uno de los peines sonoros -lengüetas- que traen adentro los acordeones; y que para el año entrante buscara en el mismo sitio el resto de ellos y también el “cascarón” donde estos van colocados, para que lo ensamblara; entonces, ya podría contar con el anunciado acordeoncito.
La verdad fue que, el acordeón nunca llegó, pero no porque en algún momento no lo hubiesen deseado sus padres, sino porque tuvieron el presagio que por culpa de ese bendito aparato se frustraran sus ilusiones de ver en un futuro a su primogénito exhibir un título universitario.
Lo que no calibraron con precisión cualitativa sus bondadosos padres, fue en la agudeza del oído musical e inusual destreza en el manejo de las manos, labios y pulmones del Niño Tino, que en menos de 3 meses ya este era un virtuoso en la ejecución de aquel sencillo instrumento de viento. Lo primero que hizo al dominarla, fue montar en su repertorio medio centenar de canciones, como La Perra, La Paloma Guarumera, La Mafafa , La Picinga, El Compaé Menejo, Dominique, Lirio Rojo, Asi soy Yo, La Cachucha Bacana, El Testamento, Juan Charrasqueado, el Himno Nacional… y hasta Pueblito Viejo, en versión guaracha, entre otras.
Desde entonces la violina se convirtió en su inseparable machete para el deleite, el cual con ademanes de malabarista sacaba con pasión de sus bolsillos, para animar cualquier reunión familiar, parrandita o evento social que la casualidad o una invitación formal lo permitiera. Con el paso de los años coleccionó violinas en todos los tamaños y gustos.
Fue desde muy temprana edad también que se le reveló su genuino talento y vocación para el relato oral; otra de sus excelsas facetas, donde gravita de manera superlativa el humor y la picardía. Crea, ataviado de esas virtudes innatas, una particular forma de comunicarse con sus amigos, utilizando hechos verídicas que van a ser la materia prima conque tapiza de humor sus cuentos, chistes, anécdotas y pasajes de personajes famosos o del ciudadano común. Realidades que recoge con alforjas de alegría, en su amplio peregrinar, cuando le tocó al visitar veredas, corregimientos y municipios de toda la región sabanera, ya fuera por compromisos o por simples circunstancias. Ese botín anecdótico, que va a parar a su universo creador, lo clasifica y sazona para luego vaciarlo como bálsamo contra el tedio, la tristeza y amargura a todos sus fieles contertulios. Muchas de aquellos innumerables pasajes que logra desfosilizar, las versifica; otro tanto las matiza con melodías arcaicas de nuestro folclor Caribe, dando origen, tal vez sin proponérselo, a sus primeras composiciones que al final terminaron convertidas en unos verdaderos “sainetes” musicales. La aceptación de estos relatos por parte del gran público -pese a someterlos al maquillaje-, ha sido por su rigurosa habilidad en combinar elementos agrestes con urbanos. Esto ha permitido que las carcajadas y festejos hayan llegado sin muro de contención a todas las capas sociales.
Culminó con éxito la carrera de arquitectura en una Universidad de Bogotá, sin necesidad de claudicar a su eterno apostolado del deleite, que siempre lo ha acompañado; y en contra de los temores de algunos allegados que sospechaban que iba terminar como Aureliano Segundo, el personaje aquel de Cien Años de Soledad que, por culpa del acordeón, quedó atrapado a una vida disipada y de parrandas perpetuas. Hoy, con insondable firmeza confiesa, que la arquitectura, el canto y la risa, van de la mano. “…Yo lo que trato es de conducirlos a un mismo vertedero… para que se defiendan…”.
En sus periplos profesionales, contratado algunas veces por parte del Estado, y otras mediante la Empresa Privada, le tocó verse obligado a vivir en varias regiones de Colombia como el Casanare, Arauca, Medellín, Cartagena y otros pueblos de la Costa. Más tardaba en presentar sus credenciales, que en conectarse con simpatía y popularidad en esos ocasionales parajes, esgrimiendo como puente afectivo sus dos armas insalvables: el canto y el cuento. Por eso remarca sin ambigüedad que, las brillantes muestras artísticas que pone en práctica, son el gran producto de “exportación” de su adorable región. “Mi papel, sencillamente es promocionarlas”. Como buen Arquitecto sabe lo que es edificar un constante escenario humano para proyectar su obra.
Cuando contrajo matrimonio por segunda vez y el medio cupón asomaba a su almanaque, revisó su bitácora. Vio que la brújula estaba siempre orientada en Sincé, su tierra natal. Su gran teatro de su inspiración. No lo pensó dos veces para establecer allá su nuevo hogar, en compañía de su joven esposa ; una hermosa abogada y paisana.
Fue en esta población que sus eternas amistades estimularon hasta el acoso su humilde compostura, para hacerle notar que ya era hora para que se sacudiera del anonimato y, regalara al gran público su original cantera musical. Aceptó con algunas reservas el consejo, admitiendo con humildad que “el tiempo del Señor es perfecto”. Comenzó por compilar, con el apoyo de melómanos especializados, lo más selecto de su vasto repertorio inédito.
Se estrenó como cantautor, en un álbum donde incluyó 15 temas interpretados con acordeón y guitarra, de varios géneros rítmicos de la Costa Caribe; todos con el gusto y el sello “Faustiniano”. En el preámbulo de cada una de las composiciones hace un breve relato sobre la historia que da origen a esos cantos. Pocos son los hogares sinceanos que no tienen en su discoteca esa invaluable producción, que aún en la actualidad disfrutan como una agradable novedad. Un año después en que se dio a conocer su opera prima, se valió del cantante vallenato de estilo jocoso Horacio Mora, quien saltó a la fama con la canción Osama bin Laden, para que le grabara media docena de composiciones, entre las cuales se destacaron El Alcalde Embustero, El TLC y Los Zapatos Chinos.
Son muy pocos los certámenes y festivales folclóricos de la región en que no haya participado y, no se haya reconocida su benévola contribución al folclor tradicional. En la 25° Edición del Encuentro Nacional de Bandas en Sincelejo, ocupó el primer lugar en la modalidad de Porro Tapao Cantao, con la canción “Sucre Tierra Mía”. En el Festival de la Leyenda Vallenata, dentro del Concurso de la Canción Inédita, se ha convertido en un concursante vitalicio. En las últimas seis ediciones sus composiciones han logrado sobrepasar el filtro de las primeras fases eliminatorias, record que pocos concursantes llegados de otros predios, que son sean de La Provincia, ostentan. Hoy, suele decir en su consuetudinario estilo: “estoy afinando el “carrache”-garganta- y “cuacando”-ensayando- la memoria para grabar un CD de puros cuentos y anécdotas que van a poner a reír hasta el colombiano más insípido-sostiene.
Hace una década, coincidiendo con las fiestas patronales de San Luis de Sincé, en las cuales se venera a la Virgen del Perpetuo Socorro cada 8 de septiembre, cuajó de manera fortuita una memorable tertulia, animada por supuesto, de licor, anécdotas, evocación, chistes, canto, pero sobre todo de profundo arraigo, donde el protagonista, fue Fausto.
La primera colación que extrajo de su florido anecdotario fue aquella vez, cuando recién graduado de arquitecto, lo llamó a su apartamento en Bogotá un potencial cliente, para solicitarle un presupuesto para colocar un jornal de palma al caballete una casa de bajareque de dos aguas. Supo más tarde que era un amigo y paisano que el cobraba como traviesa venganza una de sus insólitas charadas.
La segunda de esas evocaciones es de un perfil más épico, y en la cual este humilde cronista, hizo parte como compinche de aventuras. Fausto, retrocede el tiempo y se remonta a comienzos del año 1976 en Cartagena, fecha en la cual él estudiaba bachillerato, y yo hacía vueltas para ingresar a la universidad. Para esos días se nos alborotó apasionadamente el pichón de folcloristas que llevábamos dentro, cuyo resultado fue emprender una “juglaresca correduría” a predios del Cacique Upar, desafiando toda cordura, para presenciar en cuerpo y alma el Festival de la Leyenda Vallenata de aquel mismo año.
La oportuna invitación a ese certamen nos las hizo nuestros respectivos relojes suizos; que terminaron en una casa de empeño en la calle de la Media Luna. El escaso dinero, que a cambio recibimos, apenas si cubría los costos de los pasajes. Pero a pesar de la precariedad en los bolsillos, no impidió que disfrutáramos a lo máximo de una memorable parranda vallenata debajo del legendario “palo e mango” de la Plaza Alfonso López, de un suculento sancocho, mientras nos bañábamos en Hurtado; en ayudar a sostener en los hombros al maestro Náfer Durán cuando bajó de la tarima la misma madrugada en que lo coronaron Rey Vallenato, entrar a una caseta que amenizaban Jorge Oñate y “Colacho Mendoza; traernos como valioso trofeo en la valija, un casete con la canción inédita ganadora Yo soy a Vallenato del autor, Alonso Fernández Oñate; ni nos impidió dejarnos caer por primera vez unos “ristrancazos” de una “María Namen” , ni mucho menos, dejamos de codearnos y compartir con los más dignos representantes de la cultura vallenata .El Fausto resumió toda esa gratificante diversión en una frase bíblica: ”después de esto, el diluvio”.
En síntesis, redondeamos como opulentos fanáticos, una apoteósica faena a la cita festivalera a pesar de dos imprevisibles deslices, pero que a la postre sirvieron para condimentar estas anécdotas. El primero, cuando Faustino inventó un macabro pretexto para poder entrar a la caseta donde tocaba “Colacho”.
El sombrero de este Colacho, más que una simple prenda de vestir, era un símbolo de su imagen pública; aunque muchos digan que lo usaba como cábala, vanidad, o simple alcahuetería a su prematura calvicie; lo cierto era que le daba categoría y distinción. Fausto, sin intención de irrespetar esos valores, le pidió a la entrada de la caseta, con rostro afligido, si podía sostenerle el sombrero un ratico, con tal de poder entrar gratis a la caseta. Yo enseguida giré para otro lado, esperando la recriminación del músico. Mas sin embargo, el maestro estaba en su día, nos miró de arriba abajo y al vernos la pinta de necesidad fiestera empujó suavemente a Fausto por la espalda hacia adentro y, más atrás me lancé yo.
El otro pintoresco lunar fue en la susodicha caseta, cuando en la madrugada estábamos a punto de coronar un par de novias. Pero la casual conquista se arruinó cuando les dijimos que lamentábamos tener que regresar al día siguiente a Cartagena porque teníamos un examen de filosofía, y no habíamos repasado nada. No nos acordamos en medio de los efectos de las cervezas, que media hora antes le habíamos metido el cuento que estábamos estudiando el primer año de medicina.
Es bien cierto, que han sido muy merecidos los halagos y reconocimientos que acumula Faustino en el campo de la música. Pero para este improvisado crítico y amigo de toda la vida, su gran aporte a la cultura popular ha sido incorporar como hábil artesano su chispeante humor a la tradición oral. Disponer las veinticuatro horas del día con su natural caracterización, para convertirse en un estelar terapeuta de la risa mediante el jolgorio y la animación en cualquier matrimonio, cumpleaños, velorios, plazas, parrandas, buses, almacenes, reuniones, mítines… y pare usted de contar, lo hacen irrepetible.
Desde época esplendorosa del mítico personajes, Homero Zolá, el más grande fabulador y cuentero de la región, cuya fama ha perdurado por más de tres generaciones, no había emergido en el firmamento de la comarca, y esto lo decimos sin ponderación visceral, otra figura que sembrara el recreo espiritual en la población con el tinte de la sencillez, diversión y espontaneidad como lo hace Faustino. Posee el don de aglutinar en la mente de sus contertulios un deseo expectante y, luego mantenerlos con el alma en un hilo para que, como quien espera un menú exquisito, exclamen con ansiedad: “Que nos tendrá el Fausto para mañana?
Hoy cuando terminaba de escribir esta crónica, recibimos la grata noticia de que ganó el segundo lugar en el concurso de la Canción Indita en el 53 Festival de la Leyenda vallenata, con el merengue ‘Un canto a la vida’, que es un recorrido por las vivencias con la familia, donde también plasmó en versos su deseo por un mundo mejor.

AUDIO, «UN CANTO A LA VIDA» – SILVIO BRITO E IVO DIAZ:
ALFONSO OSORIO SIMAHÁN
El Baile de la Pluma: del éxito a la conjura.
Por : Alfonso Osorio Simahán
Se cumplen 60 años de un singular suceso musical que develó una escandalosa historia de intriga y desbarajuste carnavalero. Ese caso de la vida real, sin embargo, se engendró un año antes, o sea, en 1959 y, no de manera providencial.
En Zambrano -Bolívar-, al igual que otros privilegiados puertos fluviales de la época, atracaban los más grandes buques que surcaban el río Magdalena. Así como periódicamente llegaban los aluviones que fertilizaban sus generosas tierras ribereñas, con ese mismo ímpetu entraban por este medio de transporte toda clase de mercancías y novedades. No era raro, pues, que en esa gama de importaciones desbocadas, la mayoría provechosa, se colaran sin evitarlo costumbres, gustos y modelos nocivos en lo social que hasta entonces eran ajenos a la idiosincrasia zambranera.
Rafael Escandón, identificado desde su adolescencia, simplemente como El Pato Rafael, era un proxeneta confeso, quien además regentaba un burdel de su propiedad de los mal llamados “metederos”, con un nombre inocente: La Luciérnaga. Su apodo “El Pato”, se inspiró como encaje perfecto a los movimientos peculiares que hace el alusivo ave al desplazarse, y quien Rafael, en nivel de exageración, remedaba con un toque de depuración y petulancia cuando caminaba por las calles de Zambrano. Aunque se podría decir que su estilo delataba sus preferentes inclinaciones sexuales, en lo absoluto le importaba, ya que jamás hizo algo por ocultarlas. Ni los silbidos ni la mofa lo alteraban, antes por el contrario, se sentía reconfortado en diversión

En los bajos fondos del pueblo, a lo grado 33, se rumoraba que en uno de los salones de La Luciérnaga se practicaban al filo de tenebrosas madrugadas, unas sesiones de baile donde su rareza desafiaba lo exótico: el único atuendo que llevaban encima los imprudentes bailadores -todos del sexo masculino-, era una pluma y, precisamente, no era en las orejas, sino haciendo las veces de termómetro rectal. Al principio esos rumores, que se tejían en secretos, fueron almidonados para que se fueran aceptando como chismes de provincias; hasta que la delación de un despechado practicante de tan escabroso baile, atizara el polvorín.
Dentro de la noble comunidad zambranera existía una cofradía de aparente solvencia moral, donde todos sus miembros eran respetados y decentes comerciantes; entre los que se contaban El Turco Lajud, Sebastián Larios- el Negro Brillantina- , y Jairo Cañas, quienes fraguaron con rigor confidencial personificar para los carnavales del mencionado año, aquella extraña modalidad. El sitio escogido fue el cabaret, La Luciérnaga. Para animar la guacherna invitaron a dos maricas de marca: Burra Brava y El Directo, quienes siempre se ofertaban como materias dispuestas para cualquier derrape fiestero.
Adolfo Ochoa Benavides, mejor conocido como El Mocho Benavides, era un joven músico con firmes aspiraciones artísticas: aparte de tocar con maestría el bombardino, se defendía bien con el canto y la composición. Desde hacía más de un año que a punta de paciencia y tropezones, había logrado armar una agrupación con el nombre de Conjunto Variedades, alentado por la oportuna tutoría de su paisano César Castro, futuro integrante de Los Corraleros de Majagual , y cautivado por el febril empeño en seguirle los pasos al estilo musical de otro conjunto que había revolucionado el ambiente rumbero de la época, llamado Los Vallenatos del Magdalena, integrado por otro joven barranquillero, Aníbal Velásquez y los hermanos cartageneros, Carlos y Roberto Román.
Hay días donde las musas se presentan en el escenario terrenal, no con sus habituales soplos de inspiración milenaria, sino que otras veces irrumpen en carne y hueso, trayendo consigo pretextos verosímiles. Dicen que Burra Brava, con ademanes y gestos iracundos, se acercó una tarde a la casa del Mocho Benavides en el momento en que este ensayaba con su Conjunto Variedades. La causa de su compostura -se sabría más tarde-; era por simples resentimientos: había pagado su novatada al salir perdedor en dos ocasiones, en una de aquellas veladas de danza licenciosa. No solo fue obligado a cancelar la cuenta de toda el consumo colectivo en ese par de ocasiones, que era el castigo que debía suplir el primero que se le cayera la pluma, sino que le tocó soportar la macabra burla del resto de sus compañeros de farra que lo tacharon de jopo obsoleto, porque a pesar que aún estaba joven, había perdido la compresión. Aunque alegó con pruebas irrecusables que, mientras el resto de competidores se incrustaban plumas de pavo para la competencia, a él se las dieron de gallina enferma. Pero sus interminables reclamos fueron estériles.
Dice el refranero común que en lengua de homosexuales caprichosos, no hay secretos de alcoba o de burdel que duren veinticuatro horas. Con nombres propios y lujosos detalles, reveló el expediente de cada uno de los participantes de aquella juerga nocturna. Su intención: buscaba soslayarle el cuento a la media docena de los integrantes de la agrupación, para que estos sirvieran de agentes multiplicadores de la primicia, se alargara la cadena informativa y lograra al final que todo el pueblo se enterara. Lo que no había previsto Burra Brava era que su confesión iba a servir de caldo de cultivo para la creación de una parodia musical, donde su infidencia, no solamente iba a tener anímica resonancia en Zambrano, sino en toda Colombia y pueblos fronterizos.
A una semana de haberse enterado El Mocho Benavides de aquel suceso, este ya tenía afilada una puntiaguda composición de aquel affaire criollo. Justo, la estaba cantando una tarde a manera de ensayo con su conjunto, cuando el Directo, quien vivía por el mismo barrio de El Mocho se detuvo bruscamente en la acera de enfrente. Le había llamado la atención la temática que abordaba la canción que en esos momentos interpretaban; más tardó en escucharla, que en ir a divulgar su contenido a los involucrados en la trama.
De nuevo Burra Brava visitó a El Mocho Benavides, pero esta vez, para alertarlo sobre serias amenazas. Le dijo que, que si bien él no conocía la canción de la discordia, se abstuviera de cantarla en cualquiera de sus presentaciones, salvo represalias físicas de las aludidas personas que ya se conocían de antemano. El Mocho, cauteloso y sagaz, guardó silencio. Quiso curarse en salud, por lo que decidió aparentar en su entorno haber desistido de sus pícaros propósitos. Siguió adelante, pero con su normal programación “mata-tigres” –compromisos musicales- como lo venía haciendo por Zambrano y por otros pueblos aledaños. Todo apuntaba que aquel misterioso baile haría parte de una camándula de anécdotas pueblerinas como muchas otras que, suelen disiparse en el olvido al transcurrir los días. Pero no iba a tardar mucho en que aquel ruido se convertiría en trueno.
«El Baile de la Pluma» Adolfo Benavides · Conjunto Variedades
No se volvió hablar del asunto hasta el año siguiente, cuando las pre-festividades carnestolendas de la costa Caribe, pero sobre todo las de Barranquilla, fueran sacudidas por un impacto musical que sacó a la luz pública el entramado de aquel comentado baile zambranero .Sucedió que, para los primeros meses de 1960, El Mocho Benavides había hecho un viaje relámpago Barranquilla, entusiasmado por unas saludables expectativas de grabación. Bajo la recomendación de algunos colegas y paisanos, llegó hasta los estudios del sello disquero Tropical para mostrarle a su dueño y gerente, Emilio Fortul, un material inédito el cual cantó, pieza por pieza. Bastó que le llegara el turno al El Baile de la Pluma, para que en mutuo acuerdo sellaran un contrato para la grabación de un disco. Veinte días, después de aquel encuentro, se llevó a cabo la grabación. Quien acompañó con el acordeón a El Mocho en esa primera experiencia, fue su paisano, el músico, Anaxímenes Mario, quien en la década de los 70 se convertiría en compañero de fórmula del trovador sabanero Adolfo Pacheco.
El éxito arrollador de El Baile de la Pluma, no sólo fue un elíxir, para que un apasionante público quedara conquistado por una sugestiva pieza musical que incitaba al baile y al deleite, sino para meter el dedo en la llaga del morbo popular, que alborotó su genuina perspicacia. Pues, si bien, la canción no tenía pretensiones de desentrañar ningún misterio oculto, de manera indirecta estimuló al ciudadano común para que hablara sin tapujos sobre un tema vedado, aunque esos cuchicheos lo hicieran a la sombra del chiste, burlas o jocosidad. Fue como quitarle el antifaz a los nudos del prejuicio.
Los suplicantes y tormentosos versos de la canción: “…quien fue para saber? (…) y después te lo diré…” avivaron los supuestos de una verdad que se comentaba a medias. Al público no le importaba tanto quien había jugado ruleta rusa, ni quien se había disfrazado de mujer, sino, de aquellos que adulteraron sus razas, al reemplazar el disfraz por una pluma en el trasero. A lo Custodia de Badillo, ya el público tenía su propia certeza: “… porque todavía no han dicho quién es… aunque todo el pueblo sabe quiénes pueden ser…”
Otra de las grandes proezas sintomáticas de la canción, fue aportar el nombre definitivo con que se rotuló para la posteridad dicha baile; y por poner al descubierto que el mapa libertino de esas prácticas, era mucho más extenso. En el mismo Barranquilla aparecieron los comentarios de inmediato que por los alrededores del Cementerio -Parque- Universal, había un reservado donde todos fines de semana llegaba un cónclave de maricas a someterse al flagelo de la pluma; y entre los barrios Rebolo y La Nieves, decían también, que había una meretriz famosa que llamaban La Macolla, a cargo de una cantina donde se practicaban unas pervertidas recochas semanales, que entre bastidores camuflaban como el concurso del “jopoapretao”.
En Cartagena se llegó afirmar también que en un burdel clandestino de los que pululaban por Tesca, un grupúsculo de reconocidos políticos y profesionales de la ciudad fueron los que implantaron dicha moda en aquella zona de tolerancia. El alcohol lo utilizaban como mampara, dizque para aumentar la líbido, pero resulta que esos efectos se reflejaban en contravía.
La Guajira, que no era tan retardataria en materia de vicios, no se salvó de aquella rebatiña clandestina. En San Juan del Cesar, tierra de connotados compositores, un marica regordete, de origen antioqueño, tan femenino en modales que el mismo se colocó el nombre de Gloria, explotaba un cabaret de su propiedad. Allí también se realizaban unas bulliciosas jornadas sabatinas, teniendo la pluma como el mejor menú a la carta. Un marica de alto vuelo, Luis Salivón, con otros colegas, una de aquellas noches originó una trifulca de proporciones mayúsculas que arruinó la paz del pueblo: éste, se había negado a pagar una exorbitante suma de dinero por consumos, porque en medio de una guaracha de Aníbal Velásquez -que hacía de prueba de fuego-, se le cayó la pluma. Sus alegatos, con un destino común a los de Burra Brava, sostenían que se habían confabulado con él para aplicarle un paquete chileno con las plumas. EL escándalo llegó hasta la alcaldía, por lo que el burgomaestre de entonces, Pedro Nel Mendoza, cortando por lo salomónico les impuso multas a los revoltosos, y los metió al calabozo por 24 horas por alterar el orden público, dejando al imaginario colectivo que fueran ellos los que los condenaran por otro delito, como el de ofensa a la moral y las buenas costumbres.
Isaac Carrillo, el “Tijito”, para la época de esos desmanes, un novel compositor, y quien se ganaría el honorifico título de el pequño precursor al abrir las esclusas del entusiasmo para que una notable legión de compositores sanjuaneros se consagrara, andaba siempre con la red de la inspiración lista para atrapar cualquier motivo, y si este era vernáculo, mejor. No titubeó en tomar los hechos acaecidos donde Gloria para componer un paseo que luego grabó con su voz y su conjunto, con el también ineludible nombre de El Baile de la Pluma. Fue tan mordaz y preciso en su relato, que la canción fue un fino retrato de lo ocurrido, al no omitir nombres ni apellidos de los actores, ni los milimétricos detalles que en el intervinieron. Antes de merecerle censura, por el contrario, el “Tijito” se ganó el orgullo y la admiración de sus coterráneos. Años más tarde, cuando se dio a conocer como el autor de las memorables canciones La Cañaguatera, El 10 de Enero y La Guyabalera, entre otras, el Imperio de Francisco el Hombre lo elevaría al salón de la fama de los compositores vallenatos.
¨LA PLUMA¨Compositor Isac Carrillo. Canta. Isac Carrillo. Acordeón: Colacho Mendoza. Album: Vallenato y Guaracha. Año: 1967
De todo esto, lo cierto fue que El Mocho Benavides no corrió con la misma suerte del Tijito, en cuanto a sus expectativas personales. Aún no había disfrutado el primer peldaño de su fulgurante éxito, y lo que es peor, su Conjunto Variedades, no se había ganado los primeros pesos a costa de la fama que le asomaba en bandeja de plata, cuando de un solo plumazo le tocó arrancar de Zambrano. Amistades cercanas, sin pruebas concluyentes, pero alentados por rumores persistentes y de cierto valor, le aconsejaron que se esfumara un tiempo, porque tenían informaciones de que se estaba urdiendo un plan para sacarlo fuera de circulación. No tuvo necesidad de ruletear en su cabeza para imaginarse de donde provenían esas infames amenazas que ponían en peligro su vida Así que el día menos esperado, mientras toreaba el dilema, anocheció pero no amaneció. Se dice que duró varios meses enconchado entre Turbaco y Cartagena protegido por amigos, y viviendo de la peluquería, actividad que ejercía muy bien y la cual le proporcionaba el sustento diario; y dirigiendo y jugando en equipos juveniles de futbol, otra de su grandes pasiones, en espera de que le trajeran noticias halagadoras de Zambrano.
Quien tuvo razones para haberse arrancado los pelos por la furia, sería El Pato Rafael por ser el único personaje que el dedo acusador de la canción señaló como la prueba reina del drama. Pero, qué va, para desilusión de sus detractores, en todo Zambrano no hubo para esa época un ser más pletórico de euforia. No podía escuchar la canción porque comenzaba a cantarla a galillo tendido y, a zarandear con delirio su trasero. Sostenía con argumentos de macho, que ahora que su nombre andaba de boca en boca, tenía motivos profesionales suficientes para cotizar su negocio y aumentar su clientela.
Otrosí.– Para mediados de 1960, Luis María “Billo” Frómeta, director fundador de la orquesta que lleva su nombre, con toda justicia, ya había superado algunos impases amargos que trastocaron su vida personal, y por ende, la artística. La Asociación Musical del Distrito Federal -Caracas- sumándose también a esos nuevos vientos de felicidad que lo embargaba, decidió levantarle el veto de tinte político que de manera vitalicio le había impuesto a su orquesta, donde se le prohibía presentarse en cualquier escenario de Venezuela.
Fortificado moralmente, y con la fe inquebrantable en lo que más amaba, comenzó inmediatamente un entusiasta proceso para refundar su agrupación. En esta nueva etapa de su vida musical, procurando reclutar músicos, cantantes y material para próximas grabaciones, se dirigió primero a Maracaibo, como antesala a una visita que para aquellos días hizo con la misma finalidad a la costa del Caribe colombiano.
En Maracaibo no solo logró contratar los servicios profesionales para su orquesta de dos estupendos cantantes, Cheo García y Felipe Pirela; sino que un hermano de este último, Edgard, aprovechó para mostrarle a Billo una media docena de canciones exitosas colombianas para ver si el maestro las regrababa. De ese muestrario, a Billo lo descrestó, por su pegajosa melodía, una sola canción: era una guaracha movida -en Venezuela se le llama raspacanilla- .La referida canción no era otra que El Baile de La Pluma, quien había hecho moñona bullanguera en los carnavales de Barranquilla de aquel año. El maestro se mostró, más que partidario, complacido en incluirla para su próxima grabación.
Billo había celebrado para esos días un contrato por varios años, como artista exclusivo del sello discográfico Discomoda y, donde dicho sea de paso, para esa primera grabación con dicha compañía, debutarían también los estelares cantantes maracuchos, Cheo y Pirela.
Estaban en la etapa culminante de los ensayos de los 12 temas que incluiría el larga duración de acetato (L.P.), que luego se comercializaría en los dos siguientes meses, con el nombre de Comunicando, cuando el maestro, en medio de su curiosidad congénita se le dio por preguntar a qué hacía alusión, el tal baile de la pluma. La verdad sin arandelas lo desconcertó, pero no opuso resistencia. Lo que si no dejó dudas, fue que aquella sincera respuesta sería crucial para que a la postre se abortara lo que iba ser la primera grabación de corte tropical colombiana en el historial musical de la orquesta Billo´s Caracas Boys. Un director artístico de origen colombiano, de apellido Esparragoza -cofundador de la compañía Discomoda –quien fue el que lo ilustró de los pormenores del baile-, muchos meses después confirmó que el maestro Billo -puritano en tradición y moralmente predispuesto- desechó grabar la canción, por considerar que con ella le hubiera hecho apología a la obscenidad y a las malas costumbres. En reemplazo de El Baile de la Pluma, se grabó el porro La Vaca Vieja, del trompetista y compositor cartagenero Joaquín Marrugo, canción que refrendó en la patria de Bolívar el éxito que años atrás había cosechado en toda Colombia, en caso particular, para los carnavales de Barranquilla.
Los antecedentes centenarios del folclor Caribe, en materia de sátira y jocosidad están matizados de creíbles leyendas, cuyos argumentos la mayoría de las veces reflejan múltiples vivencias de cualquier pasmosa realidad. Si tuviéramos que mencionar como primacía un hito musical en las fiestas carnestolendas de Barranquilla, por el revuelo que causó, no lo pensaríamos para nombrar El Baile de la Pluma. Al principio por su contenido pretendieron endosarla al género panfletario, pero no fue más que un certero sainete musical llevado con el mejor de los propósitos e ingenio al conocimiento público, sobre unas ingratas travesuras de excesos y alcohol, donde a sus protagonistas, no fue que se les cayó el plumero, sino que lo mostraron por completo.
BLOG DEL AUTOR: Alfonso Osorio Simahán
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Playa Blanca: el famoso porro que nació como paseo y a un tris de llamarse Bruselas.
El pasado mes de mayo, mi primo, el economista Alberto Osorio Martínez, me reenvió por un medio virtual un texto con características propias a una breve crónica, sobre lo que pudo ser la génesis del exquisito porro Playa Blanca. Alberto, que dentro de una de sus vocaciones anónimas – pero que ejerce con seriedad y devoción – se ha dado a la tarea de rastrear y compilar materiales impresos que tienen que ver con secretos y verdades de nuestro folclor Caribe, creyó, ante mis visibles expectativas, que esa publicación me serviría de algo. Y la pegó como diríamos a lo criollo y, por partida doble, ya que no sólo fue una certera novedad para mí, sino que me impulsó adentrarme más en el contenido de esa historia para vigorizarla, al notar, al menos de mi parte, algunos vacíos involuntarios por parte de su autor, que se podían llenar con la más mínima investigación.
Teniendo en cuenta que quien firmaba dicha crónica decía llamarse José Manuel Jiménez Solís, alias, “Jimenito” y había dejado como contacto un número telefónico, nos propusimos llamarlo. Pero ante varios intentos en días y horarios diferentes, fue infructuoso localizarlo. Lo poco o mucho que conseguimos de Jimenito – también por esos medios virtuales -, es que se trata de un reconocido líder social y político en franco retiro, de edad octogenaria y nativo de Ayapel. Dentro de los altos cargos públicos que desempeño este personaje, está el de concejal y alcalde de su municipio .A comienzos de este año publicó un libro relacionado precisamente, sobre Ayapel, y su contexto histórico con el río San Jorge. Concluimos que, el texto en mención pertenece a uno de los capítulos de esa mencionada obra. Jimenito asegura, en la misma publicación, que tiene en su poder la letra y el score original del renombrado porro.
De todas maneras, como se había acrecentado la curiosidad por el caso Playa Blanca, nos dimos a la tarea de ubicar amigos y conocedores de música fiestera. Hablamos y consultamos con los que teníamos que hacerlo, y logramos recabar a manera de sazón, sostenibles e interesantes datos; y también algunas coincidencias con el relato de Jimenito, que nos sirvieron para desenredar gran parte de la madeja y armar aunque fuera a tirones, algunas piezas del rompecabezas del legendario porro.
Plegándonos al viejo aforismo aquel que sostiene que la historia es de quien la vive o la desentraña, y no de quien la escribe; por lo tanto, los justos créditos que sean para Jimenito, y resto de colaboradores.
En los años 40s., ya el apellido Coronado roncaba duro por los predios de Ayapel. El patriarca que para entonces sacaba pecho de esa tribu era Don Pedro. De una modesta herencia que había recibido en tierras y semovientes, logró amasar una apreciable fortuna. Su clave: férrea disciplina y laboriosidad, que como buen panzenú se entregó a la cría, levante y ceba de ganado vacuno. En la comarca – a decir de sus coterráneos -, se granjeó el respeto y la consideración por su bondad, sencillez y conducta ejemplar.
Dentro de sus propiedades, sobresalían dos hermosas y extensas haciendas: una llamada Bruselas, ubicada en el caserío Villa Fátima –antiguamente llamado Rusia – y la otra, Playa Blanca, en la vereda de Tierra Santa; ambos caseríos pertenecían a la jurisdicción del entonces corregimiento de Buenavista, y este pueblo a su vez, a la cabecera municipal de Ayapel.
No obstante, a comienzos de los años 50s., los que patentizaron y extendieron la marca Coronadomás allá de los linderos de la Ciénaga de Ayapel, fueron los hijos varones de Don Pedro : Gregorio y Rafael. El primero, era de espíritu alborozado, extrovertido y más osado que el segundo, quien se mostraba ante su entorno como austero, taciturno y muy prudente. Rafael, a pesar que era mayor que Gregorio, muchas veces se hacía a un costado, para dejar que este llevara la iniciativa en muchos de sus proyectos. Con el correr de los años, por esos atributos extras dentro de su temperamento y personalidad, Gregorio fue quien al final puso el hombro a la carga de la fama. Pero la gente, igual, no individualizaba a la hora de apreciar sus logros o defectos, sino que al referenciar por separado a cualquiera de los dos, hablaban en plural: los hermanos Coronado.
Ambos fueron apáticos, en intenciones, para educarse con alguna de las formaciones académicas de la época. Eso no fue impedimento para quefueran acuciosos y hábiles en los avatares del campo, donde encontraron la avasallante universidad que los llevaría a la gloria, y más tarde, al desmedro.
Otro abono a favor de esa inquebrantable yunta y, donde demostraron no ser pusilánimes al obtener un denominador común, fue en el derroche excesivo y los placeres de la vida. Pero eso sí, al igual que su padre, estaban blindados de rancia honradez y seriedad.
Un buen día, buscando otras alternativas dentro de la explotación agropecuaria, a pesar del buen olfato conque manejaban el negocio de la ganadería; se empecinaron de manera obsesiva en la cría selectiva de caballos criollos y mestizos, logrando obtener una manada de casi un centenar de ejemplares, preparados en su mayoría para el oficio de la garrocha corralejera. Esta actividad los motivó para que se adiestraran paralelamente en el buen manejo de la soga anudada, a practicar la técnica de la garrocha, a herrar, y de vez en cuando, hasta mantear. Sin olvidar también que, fue a muy temprana que demostraron lo dotes de expertos jinetes.

Fue casualmente por Ayapel y pueblos circunvecinos, donde dieron su primeros pininos como entusiastas gladiadores de corralejas. La gran sorpresa, no fueron sus caballos, sino cada uno de ellos por robarse los aplausos como futuras promesas en el arte de garrochar. El reconocimiento fue unánime. La apoteosis estaba a un paso.
Con todo y eso, salpicados de ambiciones, no se conformaron con que les ofrendaran pleitesía y tributos únicamente donde tenían marcados sus territorios, sino que idearon un plan de negocio integral: ofrecerse como garrocheros y, a su vez llevar consigo una veintena de sus mejores caballos en alquiler con sus respectivos jinetes, a las diferentes fiestas en corralejas que estaban de turno en la bitácora anual. Más pronto que tarde les funcionó la iniciativa, porque las sabanas de Córdoba y del antiguo Bolívar Grandese convertirían en el nuevo santuario para sus triunfos y francachelas.
A pesar de haberse fogueados como practicantes y fieles devotos de las corralejas; por el extenso mercado cautivo que habían cosechado en cada una de esas festividades pueblerinas, y por estar bien posicionados donde les tocó alternar, los dividendos que recibían eran más emocionales que materiales. Por si ello fuera poco, dentro de esa camándula de animosos resultados, les llegó el elemento que se veía venir, pero que había tardado en llegar en sus andanzas: la perpetua parranda.
Una vez que culminaba la jornada taurina, venía un ligero receso para darle paso en el centro de la plaza al tradicional fandango. Los hermanos Coronado, acompañados cada uno por sus séquitos, incluyendo sus despampanantes y variadas barraganas; ya no vieron a esta sana diversióncomo el epicentro del esparcimiento y la algarabía, sino que la moldearon a sus anchas en unos tenebrosos bacanales que se extendían hasta el amanecer, con gastos comunitarios incluidos, a nombre de los Coronado. Los cantineros con sobradas razones ponderaban la fama que se habían ganado estos inseparables hermanos como sus mejores clientes. Porque así como eran de buenos consumidores, así eran de excelentes pagadores. Las facturas por lo tanto se las hacían llegar era hasta el último día de farra; y ellos en medio de sus tradicionales aspavientos las cancelaban en efectivo, y con buena propina por delante.
Muchos fueron los pueblos donde los aclamaron los reyes de las festividades. Las juntas organizadoras de las diferentes fiestas patronales se disputaban su presencia. Lo hacían con invitaciones honoríficas, como estrategia para garantizar el éxito del programa festivo. Llegó la época en que no se precisaba si sus grandes palmareses eran como garrocheros o fandangueros.

La Banda San Jerónimo de Ayapel, de las cordobesas quizás la más longeva, y pionera del Porro Cantao, contaba para aquel entonces con un constelación de músicos respetados; pero sobresalían en profesionalismo una trilogía de jóvenes referentes: su director, José Antonio Barrios Bolaño, destacado clarinetista y arreglista; de buen olfato para seleccionar el versátil repertorio de la banda que era la gran prenda de garantía de su aceptación. Era además, buen relacionista público. El segundo era, José Isabel “El Chelo” Cáceres Land, excelso arreglista, compositor y trombonista, quien más tarde sería uno de los fundadores de los Corraleros de Majagual y músico de planta de la Orquesta Billo’s Caracas Boys; no está demás señalar que El Chelo, es el padre del revolucionario músico, Nairo Cáceres. Completaba la lista, José Rivera Benítez; aunque éste se defendía tocando algunos instrumentos de percusión, su plaza fija en la banda era como vocalista y corista. Poseía una voz fresca y penetrante en la tonalidad de barítono. Era dueño también de un buen oído musical y una asombrosa memoria, que era el soporte para aprenderse cualquier canción en cuestión de minutos. Los tres eran ayapelenses.
La banda, con una apetecida demanda en el mercado regional, era una de las inmancables invitadas a las diferentes fiestas en corralejas. En sus giras profesionales casi siempre coincidía con la temeraria trashumancia de los hermanos Coronado. Gregorio, amante de la buena música, tenía a la Banda San Jerónimo en la mira de sus afectos y predilecciones, pues, desde su terruño había sido siempre su mejor defensor, impulsor e incondicional seguidor. Era amigo de todos los miembros del staff, y conocía todo su repertorio; la banda le correspondía en complacencias, no más conque Gregorio hiciera un simple gesto de petición.
En uno de aquellos furores festivos del primer semestre del año 1954, Gregorio, a sabiendas de la cadena de compromisos que tenía la banda, quiso asegurarse un contrato anticipado. Se le acercó un día a su amigo, el director, José Antonio, como lo hubiera hecho cualquier cliente que busca la prestación de un ineludible servicio social. Le dijo, que apartando la amistad a un lado se comprometiera con él para un toque. Ampliando su acometido, refirió que la tal presentación sería para celebrar el día de su cumpleaños, que asomaba a un mes aproximado de aquella fecha. Lo emplazó, además, con acento de contratista, para que le cobrara lo que considerara necesario. Sin demoras, se finiquitó el acuerdo. Ajeno estaba Gregorio de imaginar que aquel elemental acto jurídico de forma verbal, tendría para él enormes repercusiones en su azaroso destino.
El aniversario estaba pautado previamente para celebrarse en la hacienda Bruselas por contar esta con estupendas instalaciones y otras comodidades, que se prestaban para ese tipo de agasajos y reuniones familiares; pero con el recrudecimiento del período de lluvias, se barajó la otra alternativa. Como Playa Blanca estaba más próxima a Ayapel y ofrecía mejores vías de acceso, a última hora, los hermanos se decidieron por esta segunda opción.
Marralú, corregimiento a orillas de río San Jorge, perteneciente también al municipio de Ayapel, y a pocos minutos en carro de esta, fue el sitio convenido para ir a recoger la banda. Como el único medio para llegar a Playa Blanca era por transporte fluvial, Gregorio se comprometió a enviarles una chalupa con motor fuera de borda. El horario acordado para la cita fue a las 10 de la mañana. Pero una combinación de tropiezos técnicos con humanos, alteraron los planes.
De los pocos integrantes de la banda, sosegados y pacientes en aquella fastidiosa y eterna espera, era Luis Rivas Benítez. Contrastaba con el resto de sus compañeros que se paseaban nerviosos con el instrumento en la mano, cual Banda Borracha: de arriba abajo… de arriba abajo; Lucho, en una de sus actitudes irreverentes, se recostó para apaciguar el tedio debajo de una mata de higuera. A los quince minutos que se incorporó, varios de sus compañeros notaron su rostro radiante. Pidió papel y uno de ellos le entregó un pedazo de partitura desechable. El reloj marcaba un poco más de las 11 de la mañana. Luego se retiró y, volvió a sentarse de nuevo bajo la mata. Sin mediar palabra alguna empezó a garrapatear algo con el lápiz en el reverso de la partitura. Transcurrieron otros quince minutos, pero esta vez de manera extraña se levantó sudoroso, serio y algo ansioso; luego se dirigió a donde estaba “El Chelo” Cáceres:

- Te quiero mostrar un paseo recién sacado del horno – le dijo Lucho.
Chelo casi nunca perdía la compostura, y fiel a su carácter, siempre brindaba un aire receptivo a todo lo que oliera a música. Al ver a Lucho en aquel estado emocional, con decencia de casta, pero con más ternura que curiosidad, le respondió que le leyera el cuento. Una vez terminada la lectura, sin variar su talante, le pidió que le tarareara la música. En la medida en que lo hacía, El Chelo, se iba contagiando de la misma emoción de Lucho, pero la disimulaba. Lucho no la había concluido, cuando EL Chelo brincó para el estuche donde guardaba su trombón, tomó el instrumento y además una hoja de pentagrama. Confiaba en la memoria de Lucho, pero no en su concentración y perseverancia. Temiendo que este variara, o desechara a caprichos la advenediza melodía, improvisó enseguida en el pentagrama, más que arreglo, una simple guía melódica de dicho paseo. Acto seguido, el mismo Chelo se acercó inmediatamente a donde estaba su tocayo, el director José Antonio a llevarle lo que para él, en ese instante, apreciaba como una inocultable primicia.
José Antonio, era muy seco en sus respuestas, pero cuando decía que sí, no lo hacía con palabras, sino con un ligero movimiento de cabeza; y esa afirmación la entendían sus colegas para ciertos casos, como una muestra de su seguridad y beneplácito. No solo autorizó un par de ensayos, sino que esa vez rompió uno de los protocolos de normas internas en autorizarlos bajo aquella intemperie, y en plena resolana. Algunos años después, evocando ese episodio, el maestro Barrios confirmó que fue la mejor “cuacada” –ensayo – que había hecho en su vida.
Al finalizar el segundo ensayo se miraron unos a otros, como evaluando el impacto musical de lo que acababan de interpretar. El mesurado júbilo lo demostraron cuando todos coincidieron en aquel acto, que tenían envuelto en notas armoniosas, el mejor regalo que le podían ofrecer al cumpleañero homenajeado.
En la hacienda Playa Blanca, engalanada y atestada por un centenar de invitados, Gregorio, como buen anfitrión, y para no dejar escapar detalles minuciosos para una buena recepción, se duplicaba como persona en un lleva y trae constante; daba instrucciones a sus empleados y procuraba tener todo en orden y en su punto. Ensimismado estaba en esos preparativos cuando de repente sonó la banda. A decir de los que lo vieron, frunció el entrecejo. Eso normalmente lo hacía cuando reprobaba algo. No era para menos, la extraña canción conque dio inició la banda no pertenecía al puñado de sus adorados porros, tales como “Ayapel”, “Vamonos Caminando” o “María Barilla”, con uno de los cuales la San Jerónimo le rendía culto, a inicios de la primera tanda. Pero cuando Lucho cantó el primer verso, “llegamos a Playa Blanca…”, sintió que se le cortó el resuello y, de golpe se sentó en un tronco que estaba en el patio.
La verdad fue que, al finalizar la pieza musical no hubo lágrimas, pero sí entusiastas ovaciones y abrazos de los presentes. Al incorporarse de nuevo, Gregorio, hechizado todavía por el influjo del presente musical, se quitó el sombrero como en señal de agradecimientos. Dando respuesta a su aletargado regocijo, miró con asombro a los presentes para luego salir a reventar con su impetuosa fuerza espiritual, la monumental piñata: empezó a llover bebidas y licores de todos los sabores y marcas; mandó enseguida a sacrificar varios marranos y un par de reses, porque la orden era que sobrara comida y bebida suficiente. La fiesta, con puntual cronograma para un solo día, se prorrogó por otros dos más.
Lucho Rivera, que ni siquiera se había tomado la molestia de colocarle título al regalo musical de Gregorio, se ahorró el trabajo; porque los invitados al solicitar la canción, una, dos, tres…y cualquier cantidad de veces aquellos días, lo hicieron de manera tan vehemente con el nombre que más calzaba para la ocasión, Playa Blanca. La historia apenas empezaba a fraguar.
Al culminar aquel pomposo agasajo, la mayoría de los invitados y espectadores, inclusive, el mismo Gregorio, creyeron que aquella dedicatoria musical, en aire de paseo, quemutó en un porro sui géneris, con el nombre de Playa Blanca y lanzada a la luz pública en un apacible ambiente bucólico, quedaría reducida a un simple anecdotario campestre, o a un emotivo recuerdo familiar íntimo. Pero cuando la Banda San Jerónimo de Ayapel empezó a difundirlo a los cuatro vientos en cada uno de los eventos y compromisos de su agenda; y después, cuando no sólo era ella la que servía de cascada promocional, sino el gran público que fascinado de gozo lo solicitaban desafiantes para cantarlo y bailarlo hasta la saciedad, la percepción de todos ellos no sólo cambió, sino que se transformó en un sentimiento de empoderamiento afectivo generalizado, generado por un motivo, el cual ellos habían visto nacer y, que se hacía incontrolable de camino al éxito.
Sumado a esto, llegó el momento en que La Banda San Jerónimo le tocó fajarse con otras competidoras para la difusión del porro; porque obligadamente le arrebataron de las manos, producto del clamor popular, la exclusividad que tenía con esa pieza musical. El porrolo montaron en sus respectivos repertorios, con excelentes arreglos las mejores bandas de la época, como La Nueva Esperanza de Manguelito ; la Ribana, Bajera y Central de San Pelayo y, la Banda de San Marcos, entre otras. Más tarde, ya no fueron las innumerables bandas, sino orquestas reconocidas, combos y conjuntos de toda índole los que se encargarían de trasladar aquel hit, de tendencia fiestera, a salones de gala y clubes exclusivos de las grandes ciudades. Pero la mayoría de esos grupos musicales ejecutaban el porro al estilo instrumental. La letra, si era que aparecía alguna vez, era improvisada.
Quienes no cabían en el pellejo de sus cuerpos de la inmensa dicha, eran los hermanos Coronado. No era nada casual. Si antes, los fandangos y garrochas eran los pretextos que esgrimían para saciar su sed de rumba; ahora, en el caso concreto, Gregorio, al presentarse en sus innumerables actuaciones como el protagonista de su propia novela musical, las razones eran triples y, por supuesto, en esa misma tónica arreciaron aún más los desmanes y vida dispendiosa. Cada vez que Lucho Rivera entonaba la canción en presencia de los hermanos Coronado, el éxtasis, la idolatría y el despilfarro rebasaban hasta alcanzar el máximo esplendor.
Pero todo exceso, tarde o temprano, trae consigo previsibles consecuencias negativas que resultan muchas veces funestas. De por sí, la pitera por donde empezó a colarse la riqueza de los Coronado, ya era un hecho notorio antes de emerger Playa Blanca. Con el éxito de la canción, el deslave comenzó hacer mella. Los hermanos Coronado, inmersos los 365 días del año en el goce y la diversión, descuidaron los quehaceres inherentes a la hacienda, y a eludir las responsabilidades que de ella emanaba. Don Pedro, que había legado en ellos el hombro de la prosperidad, ya no podía hacer nada: se encontraba jubilado, producto de su menguada salud y vejez. Las deudas y obligaciones crecían con la misma intensidad que mermaba el rebaño. La orgullosa cuadra de caballos se redujo a menos de una docena. Pero como si nada, los hermanos seguían cabalgando por el mundo en sus recurrentes y viejas prácticas. La decadencia total estaba a la vuelta de la esquina, y no había marcha atrás.
Cualquier día, de los últimos años dorados de los hermanos Coronado, a finales de los 50s.,un trabajador de confianza de Gregorio le dijo en tono de desánimo, que mientras hacía unas diligencias en Planeta Rica, había escuchado en una emisora de Monteríauna canción con la música idéntica a Playa Blanca. Gregorio, sin alterarse, pero con con voz de patrón, le dijo al mismo empleado que tratara de conseguirle ese disco donde fuera. Cuál no sería su asombro al tener el disco en sus manos, al descubrir que el artista no era otro que su ídolo, “El Negro” Alejo Durán, con quien había parrandeado hacia un par de años por los lados del caserío de Rusia, en la época en que ese pueblo, en medio una celebración religiosa, casi arde por completo a causa de un incendio providencial. Los únicos que murieron en aquel siniestro fue un par de gitanos que habían ido a rebuscarse mediante la tramoya de echar la suerte. “El Negro” Alejo, a raíz de ese acontecimiento compuso y grabó la canción “La Quema de Rusia”.
La canción del dudoso plagio de Playa Blanca, era un paseo de estilo alegre, titulado “Muchachas Cacereñas en la Playa”, y aparecía como autor, Germán Serna, paseño –de El Paso– , al igual que Durán. En los alegatos que le tocó hacer en su momento Serna, tratando de defender la autoría de la mencionada melodía, aseguró que lo de “cacereñas”, provenía de Cáceres -Antioquia-, pueblo a orillas del río Cauca, donde él estuvo trabajando por varios meses en una mina. Que el resto de las versiones que se hicieron, aludiendo a Playa Blanca, fueron burdos y verdaderos plagios.
Serna, quien no lo hacía mal como acordeonero, fue el centro de varias disputas legales en el terreno de la composición. Entre las más llamativas fue la que mantuvo con el “El Negro” Alejo por el tema “Sierva (Sielva) María”; y con Abel Antonio Villa, por las canciones “El Negro Maldito”, convertida en éxito en los años 90 por Los Hermanos Zuleta con el nombre de Isabel Martínez , y El Higuerón que perpetuara El Binomio de Oro” a principios delos 80. .En acciones postreras, la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia -Sayco-, lo resarció al reconocerlo como el verdadero compositor de esas obras.
Pero lo que si le produjo un doble impacto emocional a Gregorio, fue cuando el mismo escuchó en una de sus cruzadas por lo que es hoy las Sabanas de Sucre, la versión de Playa Blanca, con la Orquesta de Pacho Galán. El primero de esos efectos fue de consternación, porque su nombre no apareció por ningún lado de la grabación, y el otro, porque sintió con tanta sabrosura el porro, que hasta lo bailó.
En otras cuatro versiones que llevaron al acetato en aquellos subsiguientes meses, prosiguió la tónica: no sólo no se mencionaba el nombre de Gregorio, sino que cada intérprete, ajustando la canción a la medida de sus caprichos, le acomodaron o quitaron frases e ideas que ni siquiera el compositor, Lucho Rivera, se había imaginado. Algunos artistas optaron por incorporar, al igual que Pacho Galán, los nombres de Ayapely Coronado, que no aparecían en la letra original, como para que quedara la imagen temática de las verdaderas intenciones del porro de Lucho,y así lavarse las manos. Lo único que se mantuvo incólume en ese desbarajuste de versiones, fue el nombre, Playa Blanca.
Gregorio, pecando de ingenuo, o tal vez ignorando de cómo se manejaban las usurpaciones de los derechos autorales en aquellos tiempos, sobretodo, cuando todavía estaba devaluado el reconocimiento moral y pecuniario del compositor, y no se había constituido Sayco; le insinuó a Lucho Rivera para que interpusiera una demanda, a ver si podían revertirse esas omisiones deliberadas. Pero Lucho, tan sensato en su forma de pensar, como discreto en su forma de actuar, le recomendó entre sonrisas que se olvidara de eso. Y para que se tranquilizara le dijo:
—Quien debería estar enojado sería yo compositor: no se conformaron con tergiversar el contenido de la letra, sino que ahora aparece media docena de impostores, reclamando también la paternidad de mi obra maestra –.
– Duerme tranquilo, al igual que yo -le sugirió. Confórmate conque al menos mencionan el nombre de tu finca y tu apellido…, tú y yo… y todos los cordobeses sabemos que esa canción fue hecha para ti… y que sólo nosotros somos los legítimos dueño–, repuso.
Y le puso como ejemplo ilustrativo a La Pollera Colorá, Cumbia Cienaguera, La Gota Fría, La Brasilera, La Víspera de Año Nuevo, La Camaleona, por nombrar unas pocas del folclor costeño, que habían pasado por esos mismos trances. En todos estos casos, a la larga, quienes lograron imponerse fueron: el dominio público, las pruebas testimoniales y testigos presenciales, para que esas obras fueran reivindicadas con justicia a sus propios dueños.
De esas primeras versiones la que causó más comentarios por lo paradójico, fue la del maestro Calixto Ochoa. El “Viejo Cali”, fecundo al componer y gran mecenas de su arte musical, le alteró casi su totalidad de la letra .Lo rescatable de aquella versión fue que, la interpretó magistralmente en ritmo de paseo.
A Gregorio, impasible en su largo peregrinar, no le quedó otra que seguir coreando y glorificándose al lado de Lucho, cada vez que este le tocaba cantar su dedicatoria de cumpleaños, remarcando en cada estrofa su nombre, para que todo el mundo supiera como decía su genuina letra:
I
Llegamos a Playa Blanca
tierra bella y preferida,
felicitando a Gregorio
que cumple un año más de vida.
El año que viene vuelvo
el año que viene vuelvo,
el año que viene vuelvo
si Dios me tiene con vida.
II
Felicitemos a Playa Blanca
y a todos con alegría,
Gregorio es muy complaciente,
Gregorio no se desvía.
Coro
Es un joven complaciente
es un joven complaciente,
es un joven complaciente
Gregorio no se desvía.
Es un joven complaciente
es un joven complaciente,
es un joven complaciente
así es todos los días.
III
Se oye el bramar del ganado
y el grito de sus vaqueros,
admiremos a Playa Blanca
por sus hermosos potreros.
Y el año que viene vuelvo… (se repite).
Playa Blanca por Pedro Laza y Banda
OTROSÍ.– A finales de los años 80, nos invitaron a una fiesta familiar en Chinú – Córdoba – El evento fue amenizado por una banda local del género pelayero. Su director, -lamentamos no recordar su nombre -nos comentó en medio de una tertulia informal que, paseo inédito que se estrenara en una banda cordobesa, ya sea para interpretarlo o grabarlo, quedaba matriculado para toda la vida como porro.
La fuerza de aquella afirmación la sustentaba más adelante el maestro, mediante la tesis que, no es por el hecho mismo de que el paseo es el aire musical que está más íntimamente emparentado en su estructura cadenciosa con el porro, ni por los arreglos compasados con aquella famosa formula del 2×4 con que lo adornan; sino por una razón de percepción menos subjetiva : nuestras tradicionales bandas de corte pelayero están etiquetadas, en sus genuinas intenciones, como el espacio musical donde evolucionó el porro autóctono. Sintetizando, estas bandas, desde que irrumpieron en el concierto musical, han sido y serán un taller para promocionar esos novedosos experimentos autóctonos, y su posterior plataforma de lanzamiento. Aquellas palabras de maestro director tal vez no eran un descubrimiento nuevo, pero sí, un tema de reflexión que nos quedó para que de cara al futuro, tuviéramos un mejor panorama de comprensión sobre una realidad artística.
El género vallenato no ha escapado a esas difusas distracciones, con aquello de que todo lo que suena con caja, guacharaca y acordeón es vallenato.Este humilde melómano y, creo que delante de mí, muchos más, asimilamos o estuvimos convencidos durante años que Rosa Angelina y Caminito Verde, canciones que grabara con su genuina concepción agreste el Negro Alejo, en los años 60s., eran auténticos vallenatos raizales. La realidad la palpé cuando me vine a vivir a Venezuela, donde comprobé que esas dos exitosas piezas musicales pertenecían al insigne maestro Juan Vicente Torrealba y, hacían parte de las joyas antológicas del folclor llanero venezolano.
Creemos que fueron esos mismos atajos musicales, sin dudas, los que le tocó pasar, al momento de su irrupción, la controvertida obra Playa Blanca. Con otro dato curioso en intensidad y es que, ese nombre nada tuvo que ver con el mar o la arena.
Es insólito, por no decir repudiable, concebir una tarde de corralejas sin la presencia de una banda en uno de los palcos. La banda, como el epicentro de la alegría y encanto en esos escenarios, completa el cuarto elemento vitaldespués de la manta, garrocha y banderillas. Su suerte es irreductible. Un reconocido ganadero sincelejano decía que, de faltar un porro en las corralejas, es como prescindir dos de los elementos citados anteriormente. Los hermanos Coronado, con sus previsibles comportamientos en sus épicas actuaciones, así lo entendieron.
El célebre banderillero, “El Mocho” Acuña, -amputado uno de sus brazos -percibía la función de la banda, más allá de un simple deleite. Ataviado de emoción sostenía que al escuchar un porro palitiao , al filo de ejecutar una de sus temerarias faenas, sentía que algo misterioso lo guindaba de aquellas notas musicales para luego empujarlo, como quien flota por los aires, a enfrentar al toro con tal confianza y destreza que parecía que no fuera una, si no las dos manos, las que colocaban el esperado banderillazo triunfal.
Sin ir muy lejos, el más famoso enlazador de su época, “El Negro” Rocha –vivito y coleando pese a contar con más de un siglo a cuestas– también le apostaba a la cábala musical. Rocha, llamado también el Hércules de las Corralejas por su complexión y descomunal fuerza; en cierta ocasión, exhausto por su reciente ajetreoy, por hacer las veces de novato trapecista paraencaramarse al palco por los lados de la corraleja, buscando colectar los espontáneos honorarios del público ; con su vivaz sentido del humor se le escuchó confesar al grueso de los integrantes de una banda en plena actuación, que no había mejor estimulante para su cañaña –músculos– que el bombo, el redoblante y los platillos de una banda , al momento de jalar el toro para el toril. Que la única forma para que él destemplara la cabuya, era que ellos silenciaran la música a adrede.
Ahora bien, retomando el big bang de Playa Blanca y su efecto inmediato;la verdadera inspiración del poeta, en este caso, la causa que tuvo el compositor Lucho Rivera, para engendrar su ópera prima, no llega cuando se quiere, sino que ya vimos que aparece de la nada como una reacción inesperada del subconsciente, aunque los motivos que generan esas apariciones las veamos y las toquemos. Un prestigioso cantautor sostenía que era como un relámpago en un día asoleado. Definir la inspiración en estos momentos, no nos autoriza debido su complejidad, y porque no somos especializado en el tema.
Lo que sí es evidente es que, muchas obras maestras de nuestro folclor parecen que fueran atacadas al momento de la creación por los mismos síntomas de parto. Al menos, eso fue lo que les tocó vivir Matilde Lina y Playa Blanca, por comparar solo estas dos al voleo. Aun cuando se dieron a conocer en géneros musicales diferentes, nacieron como tradicionales paseos; un mediodía; a las orillas de un río; de versos cortos y melodías que sus autores identificaron como sublimes, y hasta hubo momentos en que les dio la corazonada que no parecían hechas por ellos; fueron unas ofrendas sentimentales: la primera una declaración de amor, y la otra un regalo de amistad; y como sobrepeso, ambas son unas auténticas plegarias costumbristas cargadas de melancolía y nostalgia.

Matilde Lina, o la Mati, como la llamaban sus amistades antes de que Alfredo Gutiérrez la eternizara con el homónimo de una canción, tuvo mejor fortuna que Gregorio – Goyo o El Yoyo, como lo llamaban sus amigos- al momento de ubicarlos en lo terrenal en cuerpo y alma. Matilde Lina Negrete, su verdadero nombre, el tormento del travieso Leandro Díaz, a quien ella solo vio y quiso como amigo; hoy vive en Valledupar después que se vino de su pueblo natal que queda al sur de la Guajira. Sus vecinos, amigos y pueblo entero, la admiran; recitan su historia; reconocen que su fama se debe a una hermosa y exitosa canción; la valoran como símbolo y leyenda del cancionero vallenato y, ganó estatus social y algunos privilegios a costa de un compositor enamorado.
Gregorio, la antítesis de Matilde en valoración popular; devorado en sus últimos años por la soledad y el olvido, al igual que su hermano Rafael, se vieron forzados a salir de sus reductos, cuando Playa Blanca, sus caballos y ganado, pasaron a mejores manos. Para los años 80, la otrora riqueza de Don Pedro, al igual que él ya habían desaparecidos Los gloriosos días de los hermanos Coronado entraban al álbum de las leyendas.
Los hermanos Coronado, de ser por mucho tiempo los centros de atracciones, pasarona ser ciudadanos comunes y corrientes. Gregorio se fue a vivir a Barranquilla, donde murió hace varios años, rodeado únicamente por el cariño de su familia y amigos más cercanos. Durante ese tiempo, con mucha decencia, vivió como comisionista en la compra y venta de ganado. Esta actividad la utilizó de charretera, como para llevar consigo el último vestigio vivo de la opulenta fortuna que un día gozo con su hermano Rafael; quien a pesar de su ancianidad aún vive en Cartagena, emulando a su hermano, pero con un negocio de quesos al mayor y detal que atiende en compañía de sus nietos.
Rafael, de los pocos sobrevivientes de su camada, tratando de escarbar en su memoria recuerdos inmemoriales, se encontrará con los placenteros días que le tocó vivir por los lados de Ayapel; sus periplos por Marralú, el Río San Jorge, los fandangos y Corralejas; y talvez se acordará de sus hermosas amantes. Es posible que se atreva a decir, sin equivocaciones, que mientras exista el porro, habrá Playa Blanca para rato…y otros buenos garrocheros como él, que seguirán dándole vuelta a la plaza.

BLOG DEL AUTOR: Alfonso Osorio Simahán