Preguntas en busca de respuestas
Por Donaldo Mendoza
«Lo que no tiene nombre», Random House/Debolsillo, 2017. Así tituló la escritora colombiana Piedad Bonnett su libro, que intento comentar. Varias intenciones subyacen en el título, cuyo núcleo temático es la muerte del hijo, Daniel Segura Bonnett (1983-2011); como se alude también al género de la obra, que para un lector puede ser un diario y para otro una novela de carácter autobiográfico. La lente del ‘justomedio’ resuelve la cuestión fusionando los dos, sin reñir.
Y va todavía más allá la intencionalidad de la autora, dado que lejos está este libro de clasificarse como de «autoayuda»; si se piensa que la primera en buscar ayuda fue Piedad: indagó en la ciencia y en la literatura información que le permitiera entender momento a momento la dolorosa patología de Daniel, y la opción última del suicidio. Para hallar algunas respuestas es preciso que «nadie llore», dice Piedad. En adelante, y hasta el final, la palabra, el narrar, el escribir, llevará a ella, como a nosotros, a una sanadora catarsis: «Y escribo, escribo, escribo este libro, tratando de cambiar mi relación con el Daniel que ha muerto, por otro, un Daniel reencontrado en paz».
Porque sí. El narrar da el justo distanciamiento y perspectiva para hacer que acudan las respuestas y los sentidos que se buscan. Porque contando la historia propia, muchas otras irán confluyendo en la suya. Y al sentirse vacilante ante una ayuda metafísica, la fe en las palabras es terapia espiritual y un aliento para restañar heridas, y poder decir: «En mi memoria será bello, joven, dulce, para siempre».
Para llegar a ese punto, Piedad nos cuenta la vida breve –28 años– de Daniel. En su niñez, una salud física y mental aparentes; hasta los veinte, cuando se manifiesta la primera crisis de esquizofrenia. No obstante, hay ya en los primeros años comportamientos que hacen a Daniel bastante distinto a los demás niños: «Recordaba que cuando apenas era un niñito de seis años, de voz extrañamente ronca para su edad, dejaba listos desde la noche anterior su uniforme sobre la silla, las medias entre los zapatos y la corbata verde de rayas rojas anudada sobre la camisa. Un adulto en miniatura, un pequeño monstruo perfeccionista que nos causaba admiración y risa». Eran los inocentes años felices de toda la familia.
Con notas sobresalientes en el colegio y en la universidad, Daniel desarrolla su inteligencia y su talento; y su espíritu despierto no demora en decirle que lo suyo es el arte, que asumirá con pasión y esfuerzos ilimitados: “investiga, analiza y sistematiza sus conocimientos sobre arte”. Sus compañeros y profesores respetaban y valoraban sus aportes críticos sobre esa disciplina. Justamente esta competencia de Daniel dio las primeras señales de los días oscuros que estaban por venir. Del 2000, a sus 17 años, en su pintura Autorretrato: “…muestra un Cristo en azules, tenso, sufriente, con el vientre en llamas, pintado con «una técnica expresionista, según el comentario que la acompaña (…) Habla de la úlcera que lo atormentó en la adolescencia, de su perfeccionismo»”.
Desde los veinte años, hasta los veintiocho, la enfermedad mental, cual una hidra, se fue apoderando de Daniel, cerrándole con los días el círculo. Ya la fuerza de voluntad no le alcanzaba para paliar un sufrimiento que lo hacía sentirse a veces en un cuerpo ajeno, al punto de sentir odio hacia sí mismo. Para agravar esta dolorosa pasión, al advertir comportamientos extraños en él, algunos amigos se distanciaban. Para entender lo que rondaba por la cabeza de Daniel, un especialista describe estos «trastornos del pensamiento»: alucinaciones, delirios, paranoia, voces que incitan… Con la consecuencia inevitable del retraimiento social, y una soledad desalmada que lleva al sufriente joven a la desesperación y… al suicidio.
Al final, Piedad, el padre, las hermanas de Daniel, y probablemente el lector, encuentran el nombre que se ha buscado, para decirle a Daniel, al oído, que «su opción fue legítima, que es mejor la muerte a una vida indigna atravesada por el terror de saber que el yo, que es todo lo que somos, está habitado por otro». Es el mensaje descifrado que deja el suicida, para los que de este lado quedamos.
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