Bitácora de un reencuentro sin sotana.

Por Alfonso Osorio Simahán 

No me costó mucho  descifrar y sostener sin vacilaciones, ayer y hoy,   que una combinación de mi despierto espíritu deportivo con el ímpetu católico de mis padres, más el síndrome de la trashumancia que se estaba incubando en mí, los que hayan sido el cóctel estimulante que sirvió de señuelo para que yo terminara internado como cordero sin cabestro a un  Seminario Menor Franciscano.

Para el año 1969, yo cursaba el segundo año de bachillerato en el Colegio Santo Tomas de Aquino de San Luis de Sincé, que regentaba el legendario educador, Luis Gabriel Mesa, el mismo que se ufanaba con orgullo académico de haber tenido entre sus aulas al  más universal de sus alumnos, Gabriel García Márquez.

Para el segundo semestre de aquel año se presentó en la rectoría de colegio un simpático fraile franciscano, enviado como sabueso vocacional por el ministerio provincial de su congregación. Llegaba después de recorrer varias poblaciones de diferentes departamentos de Colombia, reclutando candidatos voluntarios para la carrera sacerdotal. Los requisitos que exigía para la pesca, eran simples: buen rendimiento académico, buena conducta y, otras visibles aptitudes secundarias en el campo del deporte, las artes o la cultura popular. Los rectores  de los colegios, regidos por las normas, postulaban a los estudiantes que se ajustaban a los mencionados perfiles.

Para aquella misma época los noticieros estelares, sobre todo, los deportivos radiales, hablaban con furor persistente sobre lo que sería en futuro próximo, la cita  y celebración más grande en la historia del deporte colombiano: Los Juegos Panamericanos, Cali 1971.De esta ciudad lo único que conocía este anónimo mortal, era que estaba entre las tres  las ciudades más importantes de Colombia. De paso, no sé si era por su resonancia enigmática, pero la verdad es que aquella  ciudad la saboreaba como tan distante e inescrutable.

La sorpresa de aquellos días fue llegar a mi casa en las primeras horas de la noche  – después que un emisario fue en mi búsqueda por varios recovecos del pueblo –  y encontrarme con una tertulia inusual en medio de la calle, formando un semicírculo. Lo primero que me llamó la atención fue un hombre cincuentón que vestía un hábito marrón amarado a su cintura con un cordón blanco. Pensé de momento que se trataba de un monje  misionero; lo acompañaba un señor  también  adulto del que nunca supe quién era, y al que más nunca  volví a ver. El resto de los presentes eran mis padres, y una de mis hermanas mayores. De qué hablaron o  que discutieron antes de yo llegar, no lo sé. Lo que si recuerdo con la claridad que poseen  las memorias extraviadas, fue que antes de que se diera el protocolo de presentación con los extraños invitados, mis padres en coro me lanzaron una lapidaria y única pregunta: qué si estaba dispuesto en  irme a estudiar a un seminario, a la tal ciudad de Cali. Sentí en el cuerpo los calambres que producen los efectos de un rayo inesperado; antes de yo gaguearles un imperceptible sí, lo primero que se me vino a la mente como espectro pirotécnico fueron aquellos preanunciados juegos deportivos de Cali.

Acababa yo de cumplir para aquellos días, 15 años. A donde yo había viajado más lejos era a la capital del Departamento de Sucre, Sincelejo, que queda apenas a unos 30  kilómetros escasos de mi pueblo natal. De ahí para adelante, que me ofertaran sin apremios otra ciudad por conocer, ya eso para para mí era una irrechazable aventura turística.

El finiquito de mi partida para el Seminario se selló aquella misma noche después que el Padre García,- ese día viene a saber que se llamaba  Emilio García Flórez y era el mismo que días previos había visitado mi colegio – , discutiera con mi mi papá  civilizadamente, a lo contrato bilateral, lo concerniente a costos, deberes y obligaciones de parte y parte, sobre mi estadía en el seminario.

Como quiera que fuera, lo cierto de todo esto es que, para los primeros días de febrero del año 1970, acompañado de otros 7  coterráneos quienes también se habían sumado a la gran cruzada, encallamos en la ciudad de Cali. El baquiano del grupo fue el papá de uno de mis paisanos. Dentro aquel séquito, dos de sus miembros, Gelacio Moreno y Jairo Lara ya habían hecho su decorosa pasantía el año anterior. Sin embargo, quien abrió la trocha de nosotros los  sinceanos por  aquellos predios, fue Tomás Navarro Aguirre en el año 1968.Hoy Tomás es un reconocido médico cirujano, residente en Cartagena. El resto de la caravana la conformaron, Jesús “Chulito” Arrieta, William Robechi, Carlos Julio Vergara; Jorge Romero Anaya y Carlos Moreno, hermano de Gelacio.

La incomodidad y fastidio de un viaje de casi 40 horas,  por momentos  tortuoso, ocasionado por  derrumbes en la vía, más el agregado del guayabo que produce en un mozalbete desprenderse por primera vez de su dulce madriguera, hizo que me mantuviera taciturno y desconfiado casi todo el itinerario. Pero esos normales disgustos tuvieron su cuota de justa recompensa, con risotada simultánea inevitable, cuando el taxi en que viajábamos agarró la recta final que nos llevaba al destino anunciado, el seminario En una gigantesca valla de esas que utilizan las compañías constructoras para identificar las obras que realizan en determinadas áreas, pudimos leer todos al mismo tiempo y a lo cinemascope: “El Camellón de las Chuchas”.

No sé si fue la primera trampa de resistencia que nos puso el  destino, pero que jugaba a nuestro favor. Les confieso  que la digerí en beneplácito, porque pensé  que ya no íbamos a estar solos. Al menos – y no es mamadera de gallo – tendríamos  un pedacito de Costa Caribe a casi mil kilómetros de distancia. Pero menos de 24 horas habría de demorarme el consuelo cuando alguien me  ilustró que chucha, era una variedad de mamíferos montaraces que pululaban por aquella zona en esa época del año.

Desde donde comienza dicho Camellón, hasta la portada que daba acceso al interior de nuestro objetivo, no había más de  mil quinientos metros. En el dintel de su portada se podía leer un aviso metálico: Seminario Franciscano La Umbría. Créanme, que la palabra Umbría, para mí, esta vez sí era un nombre novedoso, tanto es así, que en ese primer momento le di un equivocado significado, creyendo que era alusivo a algo que tenía que ver con el aspecto varonil.

Otra cosa que admito también a mi llegada, es que la imagen que prefiguraba en mi memoria sobre el modelo arquitectónico de las construcciones del seminario, era similares a las fotografías de alguno de esos  monasterios medievales que yo había visto en  alguna ocasión en una enciclopedia de historia. Como algo razonable, hasta ese momento nadie me había hablado con detalles precisos de dichas instalaciones.

Para alguien, con un alma bucólica como la mía, que lo primero que divisa en un primer plano es un potrero convertido en 3 verdosas canchas de futbol; que después contempla extasiado a un costado de estas canchas, un lago, replica de los  pozos surtidores de agua de mi pueblo; que después se admira al divisar a unos metros más adelante un arroyito de aguas cristalinas, que solían llamar acequia; y que unos minutos más tarde, adentrándonos hacia el fondo del predio, contempla un establo y una caballeriza cerca de un hermoso huerto sembrado de frutas exóticas, algunas, para mí, desconocidas, lo menos que uno podía pensar era que estaba próximo a disfrutar un idílico paseo campestre, en un lugar paradisíaco.

Me costó casi 2 horas, después que desembarqué en mi nuevo aposento, percatarme que, efectivamente, sí era verdad que estaba  en un seminario. Esa señal de advertencia quien me la dio fue el primer fraile que me topé. Este era un grandulón de porte europeo y de complexión gruesa, con espejuelos a lo Bertolt Brecht; vestía además, con el mismo atuendo parecido al que llevaba el padre García cuando lo conocí. Mientras caminaba sin detenerse por los alrededores de la redoma donde aún se levanta el monumento  de la imagen San Francisco de Asís, lo perseguían un enjambre de gallinetas en perfecta formación. El cura lo que hacía era lanzarle al voleo de manera sincronizada raciones pequeñas de comida mientas silbaba entre dientes. Ese mismo ritual pintoresco me tocaría verlo en reposición muchas veces a lo largo y ancho de mi estadía en el seminario.

Una semana más tarde, cuando  ese mismo fraile en mi salón de clases se presentó como profesor titular en las materias de castellano e historia, vine a saber que se llamaba Marcos Puyo Garcés. Fue tanto la sobrevenida empatía que produjo en mí con su magistral discurso de bienvenida, que para los próximos días lo elegí como mi primer orientador espiritual, requisito normativo que nos exigía la misma comunidad franciscana, dizque para manteneros en paz interior

Difícil, por las simples zancadillas que nos da la memoria, detallar milimétricamente el cronograma completo de mi primer día en el seminario y, menos, si fueron rutinas intranscendentes las vividas. Pero lo que si recuerdo y puedo destacar con lucidez en mi estreno como seminarista, fue la transformación que sufrió mi estado de ánimo  en  horas nocturnas.

El edificio de nuestro dormitorio quedaba en un privilegiado recodo del seminario. Al principio lo sentí como un bunker enigmático; debió ser porque en las noches se divisaba  gran parte de la ciudad, adornada por un cordón de luces destellantes a lo medialuna que la identificaban. Esos reflejos de luces parecían infinitas manos orientadoras, como señalando cada lugar de la urbe. Total, que aquella primera noche, antes de subir al primer piso, me detuve un instante en escrutar aquel excitante panorama en uno de los corredores de la planta baja, pero más vale que no. Sentí una bofetada en el acto de los rigores de nostalgia, imaginando que al otro lado de la ciudad, estaba mi pueblo, inerte y añorado, que me llamaba; pero resulta que por cada pestañada que yo daba, más se me escapaba  de mi pensamiento y de mis ansias.

 El complemento de aquella bendita tensión se agigantó cuando llegó la hora de dormir. Era la primera vez que me ponía una piyama encima  y la primera vez que dormía en grupo. Después de echarle un vistazo a mi prenda rayada y  pasar una ligera revista a los cuatro puntos cardinales, confirmando que estaba rodeado de más de medio centenar de compañeros, que apenas si tuve tiempo para saludar; ahí sí fue verdad que se me terminó de agrietar el alma de  agonía. Me sentí como aquel preso que se entrega voluntariamente, y al rato ya está ávido para que le den una  libertad condicional. No puedo negar que esa primera noche tuve un sueño salpicado de  borrasca.

Pero el pánico que a veces acoquina al quinceañero, es como la espuma que uno ve desvanecerse en el río. Fue tanta la atracción afectiva y la aprehensión amañadora de la comunidad franciscana, incluyendo el conglomerado estudiantil ,que con certeza irrevocable afirmo que, bastó solo un día  para que desapareciera de mi mente cualquier temor y ansiedad a lo extraño; una sola semana para amoldarme y adaptarme a mi nuevo estilo de vida, y un mes para refrendar con júbilo a la posteridad que los 2 años  que estuve como temerario seminarista, fueron los más fructíferos y aleccionadores en todo mi periplo de estudiante.

Más de medio siglo, entre frustraciones y maromas, me tocó esperar para cristalizar un sueño irrenunciable, que yo creo, nació el mismo día en que estaba  abandonando el seminario por última vez como alumno regular: como era retornar algún día al paraíso encontrado. Pero todas las cosas bajo el sol tienen su tiempo y su momento, dice un viejo aforismo. Hay un tiempo para plantar y un tiempo para recoger lo plantado. Los miles de intentos, algún día habrían de tener su recompensa.

Guillermo Villa Ríos, compañero exseminarista, convertido hoy en un solicitado conferencista internacional en el área de crecimiento personal, y como coach de vida, fue quien con arrojo y en buena medida sintetizó nuestro anhelo, logrando darle rienda suelta al proyecto “reencuentro”. Como le sobra temple y liderazgo para acometer cualquier empresa motivacional, no podía ser otro el que se pusiera las botas para ello.

Explotando las generosidades de las redes sociales, se dio a la tarea de ubicar a un buen número de exseminaristas, con tan buena suerte que no solo dio con compañeros vivitos y coleando en salud, sino con aquellos que destilan altruismo al igual que él, y que de paso, son los clásicos seres humanos que no arrugan ante las iniciativas y las buenas causas, como Jairo Ramírez, Gustavo Agudelo, Los Hermanos, Jersahin y David Lamilla, Jesús “Chulito” Arrieta,    José Ramón Vera, Carlos Arturo Herrera, Gabriel Zárate, Álvaro Cuéllar, Miguel Martínez, Manolo Sánchez, Gustavo Téllez…entre otros. Sus entusiastas predisposiciones, al igual que sus aportes en lo físico, fueron preponderantes para el éxito de toda la logística; incluso, fueron  los que empujaron a este humilde mortal para que estuviera presente en cuerpo y alma en toda la romería y amena programación del “Reencuentro 2023”.Esta convocatoria ya había cuajado a manera de experimento en marzo de 2022; experiencia que hizo sentar las bases para realizarlo, dentro de las expectativas, anualmente.

Hace  mucho tiempo que leí en alguna parte que volver después de muchos años al sitio que toda una vida nos has hecho suspirar de nostalgia, hay que llegar con espíritu reverente y con imaginación despierta; porque estamos propensos a sufrir una decepción. En desacuerdo con  esto último, el resto de la reflexión sí encajó a la perfección en mis emociones.

 El telón de bienvenida del reencuentro se abrió en el escenario que estaba prediseñado con toda justicia para tal fin: la misma sede del antiguo seminario de nuestras cuitas, que a partir de 1980,  pomposamente, pasó a convertirse en la nueva sede de la Universidad de San Buenaventura.

No más había traspasado  el umbral de la moderna entrada que daba  acceso a las antiguas instalaciones, cuando inmediatamente comencé a percibir en carne viva los aleteos de los vestigios de antaño. Mi mente y mis vísceras se invadieron de un regocijo  inclemente, el mismo que se siente al redescubrir el mejor de los tesoros. Salvo la construcción de unos cuantos  edificios modernos y la expansión de su superficie en hectáreas; todas las edificaciones antiguas, las canchas, lago y áreas verdes, aunque repotenciadas, aún permanecen incólumes en su atractivo. Por consiguiente, me aprisionó tanto el germen del pasado, que no solo  hizo reconstruir mis huellas en cada recodo de espacio que pisaba, sino que se reconstruyó mi ánimo. 

 Era 17 de marzo de 2023 en horas del mediodía. Cuando llegué ya estaban apostados en un amplio salón de un restaurante, al lado de una piscina, reservado para la ocasión, una docena de compañeros que habían acudido de primero a la cita; algunos estaban acompañados por sus parejas sentimentales. Gota a gota fueron llegando el resto para completar en volumen una veintena de compañeros, que alborotaron el ambiente como si fueran un centenar. Un fuerte abrazo de mutua corresponsabilidad con todos, fue suficiente para reeditar el mismo ambiente familiar y de camaradería; y con el mismo aspaviento de otrora tiempos dorados.

Apoyado, quizás, por algunos perennes recuerdos imborrables, y algunas fotografías en mis álbumes virtuales, no me tocó hacer mucho esfuerzo para reconocer a la mayoría del equipo reencontrado.

El hielo de las múltiples tertulias que se fueron dando de manera fortuita, tenían que romperse y condensarse más temprano que tarde en  las inevitables anécdotas, que fueron brotando a borbotones en cada una de las reuniones y compartir que de manera cronometrada había organizado el equipo promotor.

La primera que salió a colación fue la del bullying macabro que le montamos día y noche con nuestro compañero, Edilberto Zapata, “el man bacán”, solo por el hecho que, cuando le  tocó su turno para presentarse, tanto al  profesor de la ocasión como al resto de compañeros el primer día de clases, le salió una voz de silbido de culebra, que contrastaba en comicidad con su gigante figura corporal; esto dio pie para que retumbara una sola carcajada en el salón de clases. No había culminado la clase cuando ya lo estábamos chalequeando. La primera señal que el notara de que alguien lo estaba remedando en vaciladera, primero nos lanzaba una mirada inquisidora y luego salía en nuestra persecución. A quien lograba alcanzar y dominar, con todo su cuerpo lo abrazaba con rabia, pero enseguida se apaciguaba ; y en vez de pegarle, lo que hacía era enseñarle los puños en alto, mientras en tono amenazante decía: “la próxima le casco”. Pero el man de Liborina Antioquia era de un  corazón tan grande y apacible que no tenía ese espíritu malévolo como para maltratar a nadie, y menos, ofenderlo con palabras. Más bien, nuestro acoso lo convirtieron en un mártir de la tolerancia. A mí era al que más le aguantaba, porque yo lo tenía chantajeado, que ante cualquier salida en falso conmigo, no lo alineaba como defensa central para el siguiente partido de futbol. Nuestro compañero Roberto Fernández lo rebautizó como el quiebra tibia, porque siempre había un jugador del equipo contrario que salía lesionado, por una falta del  zapatica. Esto era en la temporada del 71, en que yo humildemente me había autoproclamado como  capitán, director técnico, preparador físico y hasta  promotor de la invicta Selección del Seminario. Miguel Caro, “careto”, resumió esas destempladas funciones mía pregonando que lo único que me faltaba era el pito para que también hiciera de árbitro.

Alguien recordó una misa privada oficiada por Fray Olmedo Ospina, en la miniatura capilla privada que tenían  los curas en el edificio donde residían. De manera sorpresiva, y en plena elevación sacramental, le dio al cura un ataque de risa de matiz ultraterrena. Al principio nos asustamos, pero en menos de un minuto terminamos contagiados de esa misma risa que, no solo  arruinó por completo la ceremonia religiosa, sino que en medio del caos y pilatunas, desaparecieron  las hostias sin consagrar que estaban resguardadas en una lata, que luego comimos como si fueran galletas La Rosa, ante la mirada complaciente de Fray Olmedo.

El tercer día de la agenda, cumpliendo la sugestiva y animada programación del Reencuentro 2023, estuvimos caminando y visitando algunos lugares emblemáticos del  casco central de Cali. Era lógico que al caminar y visitar esos sitios, los recurrentes vientos añejos nos remontaran a un pasado lejano. Debió ser esos síntomas  lo que husmeó en su cerebro, Gelacio, cuando sacó  a colación en el almuerzo, un episodio donde el desatino, por no decir  una inocentada,  nos pudo haber costado  una reprimenda mayúscula, o en el peor de los casos, un ostracismo merecido, por parte de la comunidad franciscana.

Acompañado de los hermanos, Gelacio y Carlos Moreno, Chulito Arrieta y Jairo Lara, un día cualquiera, en plena recta final de la campaña electoral para la controvertida presidencia de la república en 1970, pasamos frente a las instalaciones del  periódico Diario Occidente. Alguien de nosotros por curiosidad introdujo la cabeza para ver que veía al otro lado de uno de los portones que daban hacia la calle. El resto de nosotros no lo pensó dos veces para imitarlo. Un moreno regordete vestido de bragas nos preguntó que deseábamos. Sin protocolo, creo que fui yo quien le respondió, que éramos seminaristas y queríamos conocer los secretos de cómo se imprimía un diario. El empleado salió hacia el fondo, debió ser a  consultar con alguien. De regreso, amablemente, nos hizo pasar; nos enseñó las rotativas, los teletipos, las bobinas de papel, las diferentes oficinas y hasta nos brindaron café. Ya íbamos a despedirnos, cuando sorpresivamente nos hizo sentar a todos frente a uno de los escritorios, que presumimos  pertenececía al departamento de redacción. Un sexagenario de pelo canoso y ensortijado, con libreta en mano y cámara fotográfica colgada en el pecho nos bombardeó a preguntas, que nosotros respondimos como alumnos aplicados, sin ninguna resistencia; no si antes que nos tomara un par de fotografías en grupo. La pregunta que a ninguno de nosotros se nos olvidaría jamás, fue la última,  cuando nos preguntó qué candidato presidencial era el de nuestra predilección. La casta costeña no pudo ser en ese momento la más certera. Todos simultáneamente respondimos, Evaristo Sourdis. La expectante alegría que nos produjo en el acto cuando el reportero nos dijo que al día siguiente íbamos a salir en el periódico, se convertiría en las próximas horas en una verdadera pesadilla e incertidumbre.

A la  mañana siguiente después de tomar el acostumbrado desayuno en el refectorio, con impulso frenético salí para el salón de lectura donde todos los días llegaba la prensa regional y capitalina. No hubo necesidad de yo llegar hasta allá, porque ya Gelacio, con rostro de quien ha visto  a un muerto, me hizo rápido una señal par que lo siguiera hasta las gradas de la cancha de futbol. De sus bolsillos sacó una bola de papel periódico arrugado. Cuando sus manos temblorosas la hubieron desenrollado, me la tendió para que la leyera. En un cuarto de columna de las páginas centrales, allí estaba el titular: Seminarista se identifican con Evaristo Sourdis. Y para que no quedaran dudas de nuestras fechorías, se incluía una fotografía grupal, apoyada por un texto comprometedor y truncado de carácter proselitista de parte del susodicho reportero gráfico. Pero si astutamente ya Gelacio había eliminado el primer elemento probatorio, el siguiente paso era dar con el otro  ejemplar del mismo periódico  que llegaba simultáneamente a la rectoría. Fue el mismo Gelacio quien se valió de las patrañas recursivas de un compañero de clases, quien de manera sigiloso, a lo pata de la lana, logró penetrar al despacho del rector y robarse la otra página que nos delataba. Tuvimos una semana de desasosiego para el olvido, pero de recuerdo, y para para siempre, porque terminamos ilesos, ante lo que iba a ser una  fuerte censura como mínimo.     

Hace como 5 años Panorama Cultural, donde tengo una columna habitual, me publicó una crónica con el título de “El Vallenato entró por Mompox”, con las consabidas excusas transcribo algunos párrafos, pues pienso que tiene algo de valoración, ya que están ligados estrechamente con estas recreaciones anecdóticas:

“…Creo que fue en el año de 1.971, viajando de Sincelejo para Medellín, con destino Cali, donde yo estudiaba, cundo tuve como propio mi primer disco: un 45 rpm de vinil. Y precisamente, no fue comprado, prestado ni robado, fue encontrado. Cerca de una de las llantas de un camión estacionado frente a un restaurante, en Caucasia, donde el bus en que yo viajaba hizo una parada obligada para merendar, vi una carpeta pequeña acartonada. La recogí, una vez arriba de la unidad, descubrí que adentro de esa carpetica, metido en una funda de papel, estaba el disco La Colegiala de Julio de la Ossa y su Conjunto.

El dilema serio que se me presentó al llegar al internado fue preguntarme como podía yo sofocar las ansias que traía para escuchar el disco, teniendo en cuenta que yo estudiaba era en un seminario y que apenas era un día martes. Solo los domingos, en una sala musical, habilitada para tal fin, era que se permitía escuchar algunas canciones de artistas favoritos. Sin embargo, el repertorio  predilecto en esa sala era, Mozart y sus sonatas; sinfonías de Beethoven, valses de Viena o cantos gregorianos…y de vez en cuando se escuchaba algo más profano como Piero, Rodolfo  o un Leonardo Favio. El vallenato, no solo allí, sino en todo Cali, brillaba por su ausencia. A nadie yo le había contado la historia de mi disco.

Para mi propósito, soborné al portero del seminario con prebendas comestibles traídas de la Costa Caribe; quien además, era la persona encargada de operar un transmisor  similar a lo de una  estación radial. Quedaba en  una especie de caseta que parecía un mini estudio de grabación, cuyo emisor eran varias bocinas metálicas colocadas estratégicamente en diferentes sitios elevados de la veintena de hectáreas del terreno que ocupaban las instalaciones del Seminario La Umbría. Ni siquiera se detuvo a verificar los datos del disco cuando le dije que era música  clásica de un  tal Chaikovski.

Más demoró el disco en sonar que yo tener al frente al prefecto de disciplina, quien entre otras cosas, era mi nuevo director espiritual, el padre Nacho Díaz, y, quien de paso, me estaba debiendo un premio de un concurso convocado por él, el cual yo  me había ganado.  Esos frívolos detalles me salvaron el pellejo. Después de reprenderme y darme una lección ejemplarizante de música sacra y mundana, el cura me sugirió para la próxima, y así evitar futuros males, utilizar la sala de lectura- musical. Así lo hice, como por dos meses consecutivos.

El entretenimiento dominical consistía en llevar a La Colegiala a la sala musical; hasta que un día el coordinador del salón, no recuerdo su nombre, quien además, era el encargado de poner y quitar los discos en la radiola, con temperamento de malas pulgas me dijo que cuando era que esa tal Colegiala iba a pasar definitivamente a la universidad, porque la verdad es que ya estaba fastidiosa como  repitente.

Lo triste verdad fue que La Colegiala no asistió más al salón musical, pero no perdió el año. En menos de un mes, con algunos entusiastas costeños y cachacos, organicé un conjunto, tipo murga. El primer tema que montamos fuel vallenato  La Colegiala…”

No podía faltar en estas atolondradas evocaciones, el día  que el padre Puyo casi se mata al hacer su ritual clavado en la piscina., Cegatón congénito, no se percató, ni tampoco le avisaron, que ese día le estaban cambiando el agua. Un metro de agua, aún sin vaciarse, que le sirvió de colchón, lo salvó. Cuando lo recogieron medio inconsciente y con el rostro bañado en sangre, fiel a los principios franciscanos, elevó una plegaria a Dios en agradecimiento de que el sistema de desagüe de la piscina fuera tan obsoleto. Pero así como era un gran devoto y creyente, también dio muestras que no era ningún pendejo…y con aquello que seguro mató a confianza, después de aquel percance siguió con su rutina a los pocos días; pero aunque hubieran otros colegas curas  bañándose con él, lo primero que hacía era sentarse en la orilla de la piscina y meter ambos  pies, al sentir el normal frío del agua era que lograba sumergirse. Ya no hacía clavados sino que se deslizaba como cocodrilo.

A propósito el padre Puyo, no puedo avanzar en estas evocaciones, a lo flash-back, sin detenerme en transparentar algunos de sus rasgos predominantes y que en engrandecieron su talante. Revestido de una gran humildad, parecía dominar todo lo que transmitía. Dotado también de una particular sabiduría en el área de las ciencias sociales, cada aparición en el salón de clases, la cual yo esperaba con mucha avidez, era como ver el actor preferido en una nueva escena. Nos embebíamos tanto en sus clases que ante cualquier duda planteada, uno presumía de antemano, que ya tenía la llave de los problemas. Eso sí, el veneno que lo hacían sulfurar en plena clase, era cuando lo interrumpían con preguntas necias o escuchaba cuchicheos inoportunos entre nosotros.

 Otra cosa, aunque es bien sabido que el equipo docente de la la promoción 70-72, estaba revestido de excelente idoneidad, fue el padre Puyo, al menos en mi caso particular quien me marcó como profesor, pues,  su influjo que fue vital para yo comenzar a garrapatear en los primeros vericuetos de la literatura, cuando me regaló la primera novela que me leí en mi vida: Pedro Paramo. De ahí en adelante siguió recomendándome otros autores reconocidos tanto en  prosa como en poesía. De hecho, él fue un genuino representante de estos géneros literarios.

Con Fray  Marcos Puyo, tal vez, no me confesé más de unas cuatro veces siendo mi director espiritual. En una de esas, después que le vertí la ristra  de pecado, disfrazando otro, como vergüenza de aludido, por una costumbre típica costeña, le pregunté si se consideraba pecaminoso tener relación sexual con una burra. El Padre Puyo, dueño de una labia elocuente y que nunca malgastaba palabras, con su natural tono de voz profunda y comedida  me respondió con un sí altisonante; remarcando que era un pecado por partida doble. Agregó,  que para esos casos, Dios  creó una criatura maravillosa llamada mujer. Y con respecto a la burra, presiento que captó la seña de pícher, porque me dijo, que aparte de haber hecho mal por meterme con un ser inocente e inofensivo, a mí no me iba a gustar que un burro tratando de apagar su euforia desenfrenada para vengar a su semejante, se me encaramara por la espalda, esgrimiendo su gran bastón de mando.

 Todo el mundo sabía de la celosa protección y del fiel amor  que el Padre Puyo sentía obsesivamente por los animales. Ver a alguien persiguiendo a una cucaracha  par matarla, lo espetaba ferozmente. En eso se asemejaba mucho a un San Francisco de Asís contemporáneo, su inspirador.

Como lógica constante de ocasión, dentro de la espontaneidad y sutileza de cada quien para comunicar, fueron brotando los nombres, logros, éxitos y desventuras de un puñado de compañeros que estuvieron esta vez ausentes de la convocatoria. Muy gratificado y complacido me sentí al enterarme que la gran mayoría de los mencionados- con buena vida y salud – gozan  en la actualidad del prestigio y los frutos que derivan de sus nobles y diversas profesiones. De esa camándula de recordaciones me llamaron la atención dos casos antagónicos en resultados. Me refiero a David Sáenz e Iván Duque, este último nada tiene que ver con el expresidente. La percepción que siempre  tuve de estos dos compañeros, desde el primer día en que los conocí, era que ambos poseían una personalidad  introvertida, pero aplicados y hasta cierto punto sumisos. Demostraron en sus roles de seminaristas, a fin de cuentas, apego y devoción a las prácticas religiosas y, eran dueños de una férrea disciplina como alumnos. Todo apuntaba que de manera inequívoca ambos terminarían ordenándose como sacerdotes. David lo consiguió con creces, hasta tal punto, que un día defendiendo los postulados del evangelio que predicaba, en uno de los tantos pueblos de los Andes colombianos, sus enemigos fanáticos lo envenenaron para  sacarlo definitivamente de circulación de este mundo terrenal. Iván, por el contrario, sorprendiendo a propios y extraños,  empuñó las armas, erigiéndose como célebre comandante de un grupo paramilitar  con el seudónimo de Ernesto Báez. Murió hace unos cuatro años de muerte natural, después de dejar un reguero de sangre inocente por el camino equivocado que surcó.

En diferentes épocas me han preguntado que me dejó el seminario de cara al futuro. A todos, sin exagerar, les cuento la misma película. Que ese fue el feudo inmarcesible donde me pusieron el refuerzo de la vacuna de los principios morales y éticos que ya  me habían inoculado  en mi hogar. Que sin los conocimientos, la disciplina y la visión metódica que me inculcaron algunos aguerridos profesores para formarme en la vida, más temprano que tarde me hubiera arrasado el huracán del desorden. Que el torturador timbre eléctrico que retumbaba a 20 hectáreas a la redonda y, que los primeros meses fue un calvario, se convirtió en un excelente árbitro guía, que me enseñó que cada compromiso y obligación en la rutina diaria, tienen su horario específico para cualquier proyecto de vida. Llegó el día en que lo respetábamos tanto, que faltando un minuto para que ese aparato sonara, ya  íbamos camino al sitio predeterminado. Que compartir y alternar las veinticuatro horas del día con compañeros provenientes de muchos  rincones de Colombia, de singulares temperamentos y de pulcritudes humanísticas excepcionales, haya servido como caldo de cultivo para que yo fuera manejando con la consabida humildad, las primeras normas de  buena convivencia y tolerancia.

Un romántico excompañero de estudios, que estuvo con nosotros en el reencuentro, me lanzó a bocajarro una reflexión para enmarcar. Que la sotana que rehusamos llevar por cualquier circunstancia en el cuerpo como sacerdotes, hoy, como laicos, la llevamos orgullosamente de manera vitalicia en nuestra mente, simbolizando a un faro, que siempre ha estado ahí, cuando hemos estado  a punto de perder nuestro rumbo.

 Y como epílogo a estas interioridades, y como algo paradójico, que nunca me lo tuvieron que decir  mis compañeros, frailes ni profesores, sino que lo intuí sui generis; es  que, fue el mismo seminario quien me proporcionó las herramientas efectivas para que yo aceptara sin complejos, que podía servir profesionalmente para cualquier cosa, menos para cura. Sin vocación y mística no hay éxitos en metas obligadas. Esto fue lo que quedó de La Umbría.

Tuve que esperar más de cinco décadas de impulsos reprimidos, para que en marzo del presente año yo coronara con euforia infinita un objetivo de prioridad emocional. Si no hubiera revivido esa esplendorosa realidad, me hubiera tocado sostener para el resto de mis días que la deslumbrante  Umbría, la que un día viví y gocé, pertenecía era al mundo de las leyendas.

BLOG DEL AUTOR: Alfonso Osorio Simahán