A doce años de aquel domingo que enmudeció a Valledupar, reconstruimos las últimas horas de Diomedes Díaz. Desde el llanto desgarrador en el estudio de grabación hasta su premonición final en la tarima de Trucupey: «Uno no sabe si este es mi último toque».
Una crónica íntima basada en el relato de su último compañero, el Rey Vallenato Álvaro López. Una historia de gloria, cansancio y un adiós que ya estaba escrito.
Por: Alfonso Osorio Simahán*
El destino suele enviar señales que solo se comprenden cuando el silencio se vuelve eterno. Para Diomedes Díaz, el final no llegó de improviso; fue una premonición que él mismo fue soltando entre grabaciones, botellas de whisky y el brillo de las tarimas. A doce años de su partida, el relato de sus últimas horas —contado por su último compañero de fórmula, el Rey Vallenato Álvaro López— se lee hoy como el guion de una despedida coreografiada por la fatalidad.
El cansancio de un gigante
Todo comenzó a fracturarse meses antes, en la penumbra de un estudio de grabación. Al terminar de ponerle voz al álbum La vida del artista, Diomedes no celebró con la euforia de otros tiempos. En lugar de eso, el hombre que había dominado el universo vallenato se desplomó en una silla, vencido por el peso de su propia gloria.
— «Esto me está dando duro, ya no quiero viajar más, quiero retirarme. No más» — confesó a López.
Luego, en un gesto de vulnerabilidad absoluta, el Cacique abrazó a su acordeonista y lloró como un niño que ha terminado una tarea extenuante. Había entregado su último disco; su misión estaba cumplida.
El último acto en Trucupey
La madrugada del sábado 21 de diciembre de 2013, la discoteca Trucupey en Barranquilla fue el escenario del acto final. Diomedes llegó elegante, cumpliendo con su liturgia estética: zapatos Louis Vuitton y una camisa con estampados de tigre.
A la 1:15 a.m., el rugido del público lo recibió, pero el ídolo estaba frágil. «¿Cómo es que comienza?», le susurró al oído a Álvaro López antes de arrancar con La plata. La memoria le fallaba, pero el sentimiento permanecía intacto. Al terminar, a las 2:15 a.m., ocurrió lo impensable. Diomedes se despidió y caminó hacia la salida, pero algo lo hizo volver al micrófono por última vez.
— «Pa’ unos que están en el cielo y otros que están en la tierra… uno no sabe si este es mi último toque» — soltó ante una multitud que, entre el júbilo, no supo leer la profecía. Fue su última voluntad pública, un adiós disfrazado de dedicatoria.
El regreso al hogar y el brindis final
El regreso fue una procesión silenciosa. Llegaron a las 7:30 a.m. a su casa en el barrio Los Ángeles, en Valledupar. Allí, en el hall del primer piso y bajo la mirada serena de una imagen de la Virgen del Carmen, Diomedes buscó su refugio de siempre: un Old Parr y su propia música.
Descalzo y relajado, puso a sonar su nuevo disco. Fue la última vez que Álvaro López lo vio con vida. «Vaya con cuidado, compadre, que el lunes vamos a las emisoras», le dijo el Cacique. Pero ese lunes nunca amaneció para él.

Esa noche, Diomedes canceló un compromiso privado. «Vete tú con Santos», le dijo a López por teléfono, delegando en su hijo mayor el peso de la dinastía. Prefirió quedarse en su búnker, rodeado de sus sombras. La juerga interna se prolongó hasta las 3:00 a.m. del domingo 22 de diciembre. Finalmente, se entregó a un sueño profundo del que no despertaría ni con el bullicio de la casa ni con el sol inclemente de Valledupar.
Cuando intentaron despertarlo por la tarde, el corazón que había cantado al amor, a la parranda y a la vida, se había detenido. El hombre se convirtió en leyenda, dejando atrás el eco de sus palabras en Trucupey.
Epílogo: El domingo en que se calló el acordeón
Valledupar hervía a las cuatro de la tarde aquel domingo. Era un día de descanso, de preparativos para la Navidad, cuando un rumor sordo empezó a recorrer las calles como una corriente eléctrica. Primero fue un susurro en las esquinas, luego una llamada frenética, y finalmente, la interrupción abrupta de la radio que marcó un antes y un después en la historia del folclor: «Murió el Cacique».
La noticia no llegó como un dato, sino como un golpe seco al pecho. En cuestión de minutos, el silencio dominical fue reemplazado por el llanto y el clamor popular. Miles de personas se volcaron hacia la Clínica Cesar. No importaba el calor; el pueblo necesitaba confirmar que su ídolo, el hombre que parecía inmortal entre versos y excesos, realmente se había marchado.
Al final, se cumplió su propia sentencia, esa que soltaba con picardía y que hoy suena a testamento: «Se las dejo ahí».
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