El río Atrato baja con su rebelde torrente, en donde sus aguas oscuras llevan muchos sueños perdidos y al que muchos lugareños le suplicaban a través de sus ritmos y danzas primitivas, un mejor vivir. Es el mismo, que veía todas las tardes acercarse a su orilla, a un muchachito de escasos ocho años, que tiraba la atarraya de su imaginación para que en medio de tanta mugre que baja con él, se quedaran las melodías que necesitaba para convertirse en el poeta de ese río.
Nació en un pueblo que habla cantando, bajo la mirada escrutadora de su madre, una poetisa, escritora y educadora que le rendía culto a la palabra, quien se enamoró de un comerciante venido de lejos, silencioso, taciturno, pero dedicado a su oficio. Después de ir al colegio Carrasquilla y ver la magia de su río inspirador, decidió darle rienda suelta para lo que él nació: la música.
Por eso, todas las tardes con niños de su edad, decidió en el Barrio Roma de su tierra natal, hacer la agrupación «La timba», donde la dulzaina, bongó, maracas y guiro emulaban los sonidos de las grandes agrupaciones como si estuvieran en vivo ante miles de espectadores. Siempre soñó con grandes proyectos, bajo el influjo de su abuelo materno, quien lo invitaba a pensar en grande. Con una guitarra que le dio su madre, se sintió que podía retar al mundo y llenarlo de canciones, mientras vivía su infancia, pubertad y adolescencia. Con veinte años y un mundo lleno de música sale junto con su madre y hermanos. Llegan a la fría Bogotá en busca del sueño dorado, donde tropieza con muchas dificultades, se enamora y cambia de rumbo sentimental al tiempo, llena en varios cuadernos sus experiencias musicalizadas y empieza a caminar de un lado a otro.
Cuando ya lo creía todo perdido, se tropieza con otros soñadores y generan el primer ladrillo de lo que sería el edificio más sólido de un ritmo venido de otros lugares, pero que con su enjundia y talento se posicionó en nuestro territorio: la salsa. Ese primer intento no lo sacó de sus penurias, pero sí fue el primer grito libertario de ese «Niche» que tenía atravesado muchas verdades y que solo con la música, podía transformar todo lo suyo. Atrás quedó el golpeteo de las primeras rimas de alguien, que no nació para ser perdedor. Del muchacho tímido que no sabía leer ni escribir música, pero que tenía más que eso, el don exacto de decir, lo que su gente quería escuchar.
Todas esas comparsas que hablan de los colores que tiene su pueblo, lograron viajar con él hasta la eternidad, igual que la narrativa del abuelo en sus viajes de muchas horas por el río de su inspiración, de trapiches y duro trabajo. Eso lo hizo eterno. Él lo logró todo y pudo superar muchos golpes, el de ser señalado sin verdad, de algo que no cometió. De no estar junto a su madre en su partida final, de la ausencia de muchos amigos a los que creía sus hermanos.
Todos esos golpes fueron resistidos como el valiente luchador que era, pero su corazón, el mismo de tantas aventuras, se había enamorado de verdad con el tropiezo constante de ser correspondido un día y al otro no. Eso lo intranquilizó tanto, que no vivió bien sus últimos tiempos de vida, en donde su mente se paró de tanto pensar en su musa imposible y un día sin despedida murió de amor»-Fercahino.
Jairo de Fátima Varela Martínez, nació en Quibdó, Chocó, el 9 de diciembre de 1949 y murió en Cali, Valle del Cauca, el 8 de agosto de 2012. Padres Teresa de Jesús Martínez Arce y Pedro Antonio Varela Restrepo.
#RelatosFercahino
