Por Donaldo Mendoza
El anterior artículo lo comencé advirtiendo que mi única fuente eran el afecto por dos amigos y la memoria, después de cuarenta años de mi última conversación con ellos. Pues bien, alto es el riesgo de trabajar con los recuerdos cuando ha pasado tanto tiempo, y cuando surgen detalles con los que hay que tejer muy delgado. Me ocurrió con el número de hijos de Jorge y Elvira, que no eran cuatro sino cinco. Me hizo falta el más sigiloso de todos, el muy noble Fabio Zedán Acosta.
En ese artículo toqué también, tangencialmente, un subtema que bien merece la categoría de tema: la herencia, entendida como talento o aptitud. Es un tema que apasionaría más a un genetista que a un literato, que es de lo que yo funjo. Salvo que en mi ya larga vida he sido testigo de familias amigas tocadas por la gracia de formar sagas generacionales de padres, hijos y sobrinos que, como en carrera de relevo, van pasando el bastón de uno a otro.
En Codazzi, ya lo mencioné al referirme a los hijos varones de Jorge y Elvira. Jorge, como les dije, fue un coleccionista impenitente de acetatos con los que se podría escribir la historia de la música ranchera en varias décadas; y dueño también de una memoria y una voz que eran la envida y la admiración de sus amigos. Una memoria para recordar las letras, que le alejó el fantasma del alzhéimer cuando se acercaba a los noventa, y una voz que fue educando en la experiencia; demostrando con ambas, hasta poco antes del final de sus días, que las cosas (en su caso los acetatos) tienen vida propia, y solo es cuestión de despertarles el ánima.
Jorge lo supo sin decirlo nunca, que talento que no se cultiva se muere, por más que vaya en la sangre. Y creo que eso lo leyeron bien tres de sus hijos, los varones: Eduardo, Ricardo y Fabio. Adultos hoy los tres, han ganado justo reconocimiento en varias artes: la pintura, la composición de cantos vallenatos y el virtuosismo con la guitarra. Aparte de estar siempre dispuestos al ingenio de la conversación y las anécdotas.
La vena artística, que emana del apellido Zedán, saltó también al sobrino Armando “Mandy” Núñez Zedán. La suya es una historia aparte, dado que la muerte nos lo arrebató meses antes de que apareciera la obcecada pandemia. Mandy, hijo de Carmen, hermana de Jorge, escuchó la temprana voz de su talento y la obedeció. Su padre, Juan Carlos, tuvo que salir a las volandas a pedir prestado para comprarle un acordeón a Mandy, quien solo dejó de llorar cuando tuvo el bendito aparato en las manos.
El día que Mandy, aún sin los diez años cumplidos, recibió de su padre el acordeón fue también el último día apacible de los vecinos. Sin maestro que le enseñara, Mandy hacía mal las planas que le dejaban en la escuela y se sentaba, debajo de una trinitaria, en las tardes de los días de escuela, y los sábados y domingos desde que el sol salía hasta que se ponía, a machacar las notas de una sola canción vallenata. La cosa fue que en un mes Mandy ya interpretaba con aceptable virtuosismo el acordeón.
Así termino el homenaje a estos queridos amigos. Ojalá alcance a ser ejemplo para niños y niñas herederos de algún talento. Y entiendan que ningún don o virtud se desarrolla si no se tiene la obstinación, la constancia, el esfuerzo y la disciplina de Jorge Zedán, sus hijos y su sobrino.