DESPUÉS DE TODO, FELICIDAD. FELICIDAD.

Por Donaldo Mendoza

    Tomé para el título de esta reseña una frase del libro de cuentos Demasiada felicidad (2009), de la escritora canadiense, Premio Nobel de Literatura 2013, Alice Munro (1931). La frase interpreta bien la notable contribución de Munro al bienestar espiritual y material de la humanidad. En efecto, conforman esta obra (Lumen, 2013) diez cuentos, en cuya urdimbre interior se configura la felicidad, como ideal utópico de una humanidad siempre esquiva.

    Antes de seguir el rastro de la utopía, bien vale la pena conocer algunos rasgos espirituales de Alice Munro, cifrados en los cuentos. Lo opción por el cuento (la «Chejov canadiense», la llaman) hizo que Alice Munro nunca pensara en consagrarse algún día nobel de Literatura. Cuentos, no novelas. “Eso ya supone una decepción, (y) parece mermar toda autoridad al libro…”, que es como si se quedara en el umbral de la literatura. Y para borrar cualquier alternativa, cometió el pecado de renunciar al orgullo y la pedantería intelectual. Pero, fíjense, esa aparente flaqueza llamó la atención de los sabios académicos de Estocolmo. 

    Valoraron su capacidad de saber vivir cada día conforme se presenta. Y desde esa perspectiva convirtió en virtud la negación de lo que en el siglo XIX era un inamovible de la narración: el riguroso registro sucesivo del tiempo: horas, días, meses, años… Esa nemotecnia cronológica la resolvió con dobles espacios y la numeración de pequeños capítulos; y para el devenir de los días, fue suficiente casarse en primavera, soñar con 1871, eso fue hace tiempo, al cabo de un rato, supone que debe ser cerca de la media noche, «¿a qué día estamos?». A la postre, el efecto de esa técnica se traduce en un tono de verosímil familiaridad con el lector.

    Con análogo tono nuestra narradora valora la vivencia humana con el rasero de la simplicidad, desde la vida hasta la muerte. Y nos habla de esas cosas que suelen alegrar a la gente, como un bello día, o las flores o el olor de una panadería. Como quien dice, la vida puede ser plena sin fama y sin el éxito monumental. Así de simple es vista la muerte también, como si fuéramos naturales pasajeros que llanamente llegamos a un destino: “Sylvia se llevó al señor Crozier a una casita alquilada junto al lago, donde él murió poco antes de que cayeran las hojas”. O, “El domingo estaba peor / El lunes Sofía le pidió a Teresa Gulden que cuidara de Fufu / Teresa creyó oír decir que decía: «Demasiada felicidad». / Murió alrededor de las cuatro”. Que habla de los pocos o ningún apego con que se debería resolver el pulso de la vida.  

    Pero hay rutinas humanas que atraviesan mil palos a una llegada apacible de la muerte, y son los innumerables apegos en busca de espejismos que se etiquetan de bienestar, riqueza, reconocimiento…; y para ello, cuanto más grande sea la empresa, mucho mejor. La narradora lo hace ver como si viviera en Colombia: «No para de imaginarse el buldócer y los troncos con cadenas, las grandes pilas de troncos en los campos, los hombres con motosierras. Así es como hacen las cosas hoy en día. Al por mayor». Este solo ejemplo es suficiente para mostrar el afán de los seres humanos de ponerle fin al único Paraíso conocido en el universo.

    Nuestros políticos se desgastan hoy en mezquinas peleas, y las reales y funcionales propuestas de gobierno las dejan de lado, visibles solo en las utopías que emanan de la pluma de escritores visionarios. Así lo ha avizorado Alice Munro: «Había un nuevo programa de gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía». Y unos mínimos éticos para la sana convivencia: «la honestidad, la bondad y los pensamientos puros en nuestra vida cotidiana, y la promesa de no beber ni fumar cuando fuéramos mayores». Pero eso, en la estética ironía de Alice Munro, es demasiada felicidad.

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Donaldo Mendoza

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