Por Donaldo Mendoza
Dos sucesos noticiosos recientes, ambos en medios virtuales, me dieron motivo para ampliar mi reflexión sobre la vejez. El primero, un artículo que advertía sobre los cuidados a que obliga esa edad que empieza desde los 60 años, según la ciencia médica; y en el otro, un columnista que se refiere a esa etapa de la vida como la “edad maravillosa”. El primer artículo fue, además, ilustrado con un símbolo que se usa con frecuencia para representar la vejez.
Respecto al referido símbolo, es un estereotipo para, supuestamente, plasmar la imagen del anciano: un ser encorvado y apoyado en un bastón. Hay que decir que no todos envejecemos igual: con giba y la cerviz doblada, ni todos apoyamos nuestra humanidad sobre un “cayado” lazarillo. Como temerario es decir que la vejez es la edad “maravillosa”. La única edad que merece ese adjetivo, con todos los honores, es la ADOLESCENCIA: la edad del colegio, que nos salva de la opresión de la ignorancia; la edad del vigor físico y del primer amor. Y lo más maravilloso: la idea de la muerte no tiene lugar en el imaginario adolescente.

Pero si bien la vejez no es maravillosa, sí es, en cambio, pródiga en indulgencias. Se le atribuye sabiduría, en virtud de que el adulto mayor es más prudente, y de suyo más propenso a dar buenos consejos, “consolándose así de no poder dar, por la edad, malos ejemplos”. Quizá sí sea una maravilla el privilegio de no hacer cola, cortesía que algunas empresas, especialmente privadas, aplican; aunque las que deberían hacerlo, las EPS, no la practican.
Así, la prudencia y el no hacer cola, son dos entre las escasas maravillas de la edad madura. La naturaleza de la vejez, por proceso natural, podría resumirse en: disminución de la masa muscular y deterioro de los sentidos, unos más que otros, por la fatiga de los años. A algunos, la genética les pasa onerosas facturas en los tristes crepúsculos de la demencia senil o el alzhéimer. A propósito, el neurólogo antioqueño Francisco Lopera, reconocido por la comunidad científica mundial por sus estudios para detener el avance de esa enfermedad, pone por encima de cualquier medicamento el cariño y acompañamiento familiar. La familia, una maravillosa presencia para cerrarle el paso a la soledad, quizá la peor enfermedad en la edad postrera.
En suma, lo mejor que se puede hacer con la vejez es asumirla. Óscar Wilde, en la causticidad de sus aforismos, aporta un mensaje para enfatizar los cuidados y hacerles el quite a autoengaños (mitos) que a veces deparan sorpresas no gratas: “Envejecer no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose joven”. El rol pedagógico del periodismo es fundamental, dada la vasta audiencia que tiene. Y en virtud de esa influencia debe ser cauteloso: evitar usar equívocos estereotipos para representar una edad que tiene sus complejidades, y ayudar a entender la vejez en su verdadera esencia, a fin de no endilgarle espejismos que, si acaso, solo son posibles en la ficción. O en la imaginación de un La Fontaine: «Quisiera que, al llegar a mi edad, se pudiese abandonar esta vida como se sale de un banquete».