Despedida al Trompetista de Otaré: Óscar Alirio Lemus Sepulveda

Por: Jorge Lemus Lanziano

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«Este escrito, que hoy hago, puede ser simultánea y paradójicamente, aquel que nunca hubiera querido hacer, porque para hacerlo, también era necesario que sucediera aquello que nunca quise que sucediera: precisamente la partida del trompetista, que en este caso, tristemente, resultó siendo al mismo tiempo, la de mi venerable y adorable padre, Oscar Lemus Sepúlveda, quien había nacido un 26 de marzo de 1917 en Otaré y, nos deja, después de haber cumplido recientemente, la extraordinaria edad de 104 años, la cual presupone a su vez, una condición orgánica y mental excepcional, fruto de la genética, que incluye una personalidad muy especial (tipo B), al igual que la de un estilo de vida muy sano: nunca fumó, buen caminador, libador moderado, con la medida propia de la lúdica asociada a la actividad artístico-musical y, que también enseñan las abejas, produciendo aquel arrobador néctar, equivalente a la inspiración de los músicos y compositores.

Todo esto, facilitado por el romántico entorno de un pueblo pequeño y colonial, de casas de teja y empinadas calles de piedra que imponen un entrenamiento natural, aislado del mundanal ruido, sin contaminación, cuna de abuelos y descendientes, con un ambiente social y familiar sosegado y seguro, rodeado de bucólicas montañas, en cuyas fértiles estribaciones, típicas de la cordillera oriental, se producen frescos y nutritivos productos agropecuarios que propician una alimentación saludable.

Al final, su inusitada longevidad, se volvió en contra, debido a que el proceso natural de la senescencia, termina asimilándose a una enfermedad crónica, especialmente por el marcado desacondicionamiento físico que conlleva y, con la paradoja, que la mayor plasticidad cerebral de los músicos, evidente en éste caso, ayudó a preservar sus funciones cerebrales de manera especial, más allá de lo normal, lo cual le permitió hasta última hora, mantener su lucidez y la consciencia de su propia limitación física que en un momento dado, ofendía su dignidad y autoestima, evocando el precepto que establece: ‘la conciencia del dolor (o sufrimiento), hace más doloroso el dolor’; mi papá lo evocó cuando le dijo a mi hermana: ‘Martha, yo estoy bien de la cabeza, pero el cuerpo, no me responde’; había perdido la capacidad de deambular, su autonomía, lo más preciado de los seres vivos y, la conciencia de dicha pérdida, aumentaba precisamente el sufrimiento.

Por otro lado, la muerte anticipada de hermanos, familiares y amigos de menor edad, le provocaba la sensación de estar viviendo ‘horas extras’ y con ella, la acechanza de la muerte, su inminencia, que termina siendo peor que la muerte misma, como sucede en la enfermedades terminales que postran al paciente y, hacen de ésta, al contrario de la muerte súbita, la peor forma de morir; todos sabemos que nos vamos a morir, pero lo que nos mantiene tranquilos es precisamente, que no sabemos cómo ni cuándo; por eso, la percepción de su inminencia, el tenerla al frente, mortifica sobremanera y, genera gran ansiedad y miedo, ante la incertidumbre de dejar los seres queridos y la vida misma, sobretodo cuando no existe un buen soporte y acompañamiento familiar y, porque nuestra cultura occidental, no nos prepara y educa para aceptarla como un evento natural y hasta necesario.

Al final, mi padre expresó el deseo de partir con cierta inconformidad cuando exclamó: ‘A Dios como que se le perdieron las cuentas conmigo’. Afortunadamente, llegó de manera súbita, en casa, rodeado de su familia, con muy poco sufrimiento, como él lo merecía y deseaba, pues muy consciente de esa manera de morir, en alguna ocasión me había dicho: ‘Jorge, yo me quiero morir de un infarto’, a lo que respondí: ‘papá, uno no se muere de lo que quiere, sino de lo que puede’; sin embargo, en éste caso, gracias a Dios, se cumplió su deseo: el lunes 24 de mayo a las 5:30 pm, estando en su habitación, le pidió a Oscar, su hijo menor, que se le acercara, seguramente porque sintió la sensación inminente de muerte, propia del infarto y, cuando Oscar estuvo a su alcance, le agarró la mano y, abruptamente, estiró su cuerpo hacia arriba y hacia atrás, sobre el espaldar del sillón donde estaba sentado y, sin musitar palabra alguna, cerró sus ojos para siempre; de ésta forma tranquila y silenciosa como murió mi padre, sin aspavientos, buscando apoyo en el momento preciso, con naturalidad extrema, hasta con elegancia, así era Oscar Lemus Sepúlveda; un hombre apacible, controlado y respetuoso, exento de cualquier asomo de vulgaridad, tanto en la palabra como en el hecho.

Fue muy duro, aquella noche del 24 de mayo, llegada a la casa paterna en Otaré, al igual que la confirmación, que su enhiesta y emblemática figura, había sido trocada por un ataúd con su cuerpo inerte dentro, el cual me resistí a mirar, hasta el día siguiente en la mañana, después de constatar obstinadamente, que no estaba en su habitación, mientras evocaba compungido, aquella amorosa y paternal voz que con su timbre característico, siempre me dijera: !buenos días, Jorge¡.

Y será muy duro también, comenzar los días, seguir viviendo la vida, a sabiendas que ya no está en este mundo, !privados de su aura inspiradora y protectora¡ Cuando estaba vivo, tenía la certeza que estaba en un lugar específico: en su casa, allá en Otaré! Ahora, cuando nos ha dejado, siento que está en todas partes y en todas las cosas, como si su espíritu ubicuo, todo lo impregnara, pero diviso la naturaleza, los árboles, un rayito de sol en medio de ellos y, extraño su protagónica presencia, que debería estar allí, en medio de ellos; pareciera como si el universo y la vida sin él, no tuvieran sentido; me siento entonces impelido a preguntarles por él; ¿será que los árboles y el sol, me dan razón de su paradero?.

El vacío es inmenso, proporcional a la calidad y la magnitud de la pérdida y, porque su longevidad, también lo fué de disfrute y valoración de sus excepcionales cualidades; extrañaremos especialmente, aquella particular manera de vivir la vida, de abordar sus contingencias, con su talante natural y sereno, haciendo gala de una equilibrada mezcla de templanza y lúdica al mismo tiempo, inspirada en una profunda e imperturbable paz interior, que siempre le rindió tributo a lo sencillo, encontrando y ejemplificando pedagógicamente en ello y con ello, la sabia pauta de que no se necesita mucho para ser feliz, !que con poco es suficiente, !Quizá, la más encomiable de todas sus enseñanzas¡

Así, con gran sabiduría, solidaridad, respeto y humanismo, supo ganarse el cariño y la admiración de toda la comunidad, desde el campesino más humilde hasta las cortes celestiales si se quiere. Era el último sobreviviente de los hermanos Lemus Sepúlveda (7 en total), todos músicos, que integraron la antigua y primigenia banda de Otare: ‘Armonía 15 de Mayo’, fundada en 1923 por su maestro y flautista, Federico Lanziano, con sus hermanos mayores, Joaquin y Luis Tiberio inicialmente y, la posterior inclusión de los menores, que siguieron el ejemplo y la suerte de aquellos; todos muy buenos músicos, aunque descollaron especialmente, Joaquín Emilio y Carlos Guillermo (Memo Lemus), eximios intérpretes del clarinete, al igual que prolíficos compositores de bellas y variadas piezas musicales, tanto andinas como caribeñas, que les dieron lustre a la familia, la banda y, al mismo pueblo, al tiempo que las difundían, amenizando e integrándose con sus congéneres locales, en las festividades de la mayoría de poblaciones de la provincia de Ocaña y del Sur del Cesar, especialmente El Carmen, González, Rio de Oro y Buenavista, incluyendo también, los vapores que arribaban y partían de Puerto Nacional (hoy Gamarra).

Mis padres siempre vivieron en Otaré, donde durante muchos años, desde poco antes y hasta después de superada la violencia liberal – conservadora de 1948-50, mantuvieron una miscelánea, a la que acudían los campesinos de todas las veredas del corregimiento y, cuya atención, alternaban, mi mamá con el hogar y, mi papá, con las actividades derivadas de la música; fue una época de éxito económico que mi padre con su especial trato y personalidad y, siempre con el apoyo incondicional de mi mamá, convirtió en una original escuela de humanismo, dándole salida y sentido a su innata vocación pedagógica que los campesinos aceptaron y valoraron infinitamente, al tiempo que le permitían difundir y enriquecer en su interacción, sus reconocidos valores espirituales.

Mi papá, sabía el nombre de todos los campesinos, de sus padres, abuelos, hijos y nietos, al igual que las veredas donde vivían, su idiosincrasia, etcétera. Había construido, bajo su liderazgo, una verdadera red de amigos, en la cual fungía como consejero de todos para los más variados tópicos de la vida. Era costumbre para la época, vender al fiado, cuyos plazos, los marcaba el ritmo de las cosechas, el invierno y el verano, lo cual siempre conllevaba implícita, una segura descapitalización, porque las deudas, cuando las pagaban, lo hacían 6-12-18 meses después, en cuyo momento, los artículos ya tenían un mayor precio; esa pérdida material, económica como todo lo que se compra y se vende, tiene un precio, pero, fue compensada en éste caso, al trocarse en un valor, algo que por definición, no se compra ni se vende, es decir, la espiritualidad, ese gran ser humano que llegó a ser mi padre, en una especial interacción con sus semejantes y, a la que le puso el alma, el tacto y el esmero, propios de un filántropo, que terminaron, dándole sentido y felicidad a su existencia y, que hoy, nos instan a reconocer en los campesinos y en toda la comunidad, los verdaderos artífices de tan magnánima obra: ‘El Sabedor Tradicional’, como lo designara El Ministerio de la Cultura, o ‘El Patriarca’, como lo hiciera a su vez, la comunidad y, que yo, designo, en este escrito, como ‘El Trompetista de Otaré’.

Don Celso Lemus, su abuelo, hombre pudiente y reconocido en la región, había nacido en González, cuando dicha población, pertenecía al antiguo departamento del Magdalena, lo cual habla muy a las claras y confirma, los históricos y conocidos vínculos de la provincia de Ocaña con la región caribe. Estando en su hacienda panelera, ‘Los Llanos del Oro’, donde nace el RÍo de Oro, que le da el nombre al hermano pueblo del Sur del Cesar, Don Celso, enfermó de gravedad, siendo necesario su traslado en guando, con destino a Otaré, donde ya se había residenciado, por razones políticas, entre otras, pues Otaré ha sido de tradición liberal, a diferencia de Gonzalez; al llegar a La División, donde se abre precisamente, el camino que conduce a González, le preguntaron: Don Celso: ¿a dónde quiere que lo llevemos, a Otaré ó a Gonzalez? A lo que él, respondió: ‘donde nací, muero’; lo llevaron entonces a González, donde finalmente murió en 1930.

Mi papá, ya había quedado huérfano de madre en 1927, a los 10 años de edad, cuando ella, sufrió un terrible cáncer de seno que la llevó a la caquexia (deterioro general con pérdida de peso), siendo operada en esas condiciones y sin anestesia (no la había) por el Dr. Bougard, médico de origen francés, radicado en Convención; los dolores fueron insoportables, contaba mi padre y, el fallecimiento sobrevino poco después de la cirugía. Me asaltan muchas dudas, sobre la pertinencia de esa cirugía, la cual con seguridad, precipitó el desenlace fatal.

Hoy pareciera que el remoto sufrimiento de la joven abuela, se nos juntara con el reciente de su longevo hijo, nuestro padre, aumentando de paso, la consternación y el compungimiento de quienes les debemos nuestro amor y gratitud, por ser sus descendientes. Al fallecer la abuela Leonor Sepúlveda, los hermanos Lemus Sepúlveda quedaron, durante un periodo transitorio, bajo el cuidado de Venancia Sanguino, en la finca El Edén, propiedad de Don Celso, para terminar definitivamente, bajo el amparo de Maria de los Santos Torres, segunda esposa de Don Tiberio.

Mi papá y sus hermanos, debieron pasar largas temporadas en la finca del abuelo, quien debió percibir las capacidades de Oscar, porque siempre tuvo la intención de enviarlo a estudiar bachillerato al prestigioso colegio San Bartolomé, como lo había hecho con su hijo Tiberio, como muchos ocañeros de la época, cuando se tardaban 2 a 3 meses viajando, vía rio Magdalena, desde Puerto Nacional (Gamarra) hasta Honda y, a lomo de mula desde esta, hasta Bogotá. Con la muerte de Don Celso, se esfumó también, el sueño de estudiar en Bogotá, pero, mi papá, había aprovechado muy bien las opciones locales y a los 13 años de edad (1930), siguiendo el ejemplo de sus hermanos mayores Joaquín y Luis Tiberio, que ya hacían parte de la banda ‘Armonía Quince de Mayo’, fundada en 1923, por su director, el maestro y flautista Federico Lanziano, se inició e incorporó muy pronto a ella, como trompetista, ejemplo que su vez, fue seguido por sus hermanos menores. Don Carlos Chinchilla, fue su otro maestro, digno de resaltar, en el campo académico, cultural y docente, de quién fue, su alumno aventajado, al punto que fue promovido como maestro de escuela, lo cual le permitió reemplazarlo y perpetuar sus valores en muchas generaciones de otareños, los cuales hoy, los recuerdan con gratitud.

Mi padre fue además, un autodidacta consumado, tanto en la música, como en la docencia, pero especialmente, en el humanismo, lo cual implica saber y entender que en el más humilde, se esconde siempre un gran maestro; sólo es necesario estar dotado, como él lo estaba, de aquella gran sensibilidad y receptividad que te instan, como si se tratara de un imperativo categórico moral, como dijera Kant, a estar siempre dispuesto, a abrevar, cual bovino sediento, en esa original, fértil e inagotable fuente de fresco y reconfortante humanismo de lo cotidiano y lo sencillo, como lo advirtieron y publicaron en sus obras, Neruda, Azorin y Dostoyevski, al develar que la belleza se oculta en lo escueto, en lo simple.

Óscar, además de músico, trompetista y compositor, también cultivó la poesía, de hecho, las letras de sus canciones, son verdaderos poemas; guardo en mi memoria como una reliquia el tegrama-poema que me envió a Bogotá desde Otare, cuando me gradué de médico en la Universidad Nacional en febrero de 1980: ‘Al celebrar alborozado tu graduación de médico, me parece ver brillar el sol de mis ancestros’. !Cuán estremecedoras y profundas implicaciones psicológicas, familiares e histórico-culturales, logró expresar en un solo verso¡ Fue también, un profundo y extenso conocedor de la historia y la cultura de Otaré y la provincia de Ocaña, siendo consultor obligado de propios y extraños. Definitivamente, era un ser humano de condiciones espirituales superiores, (aunque poco religioso), como lo confirmó El Ministerio de Cultura, al designarlo ‘Sabedor Tradicional’, cuando fungió como asesor del Primer Festival Infantil de la Fiesta del Tigre de Otaré en diciembre- 2018 a enero- 2019, título que sólo aceptó en su infinita grandeza y humildad, cuando se le explicó que no se trataba de sabio, no en el sentido clásico o académico, sino como ‘sabedor de la vida’, por su experiencia, ejemplo y aportes a la cultura, educación y humanismo de la comunidad de Otaré durante su larga existencia.

A propósito, durante el conversatorio denominado: ‘Origen, historia y evolución de la Fiesta del Tigre’, desarrollado en El Club Ocaña, causó gran impacto cuando contó la anécdota que le había transmitido oralmente su abuela, según la cual durante La Guerra de Los Mil Días, las huestes conservadoras, con el apoyo de la policía, pusieron preso a quien portaba el disfraz del tigre, bajo el absurdo supuesto, que resultó también gracioso, que ‘el felino, también era liberal’; original, hermosa, histórica, cultural y hasta política anécdota, que ninguna otra delegación invitada al conversatorio, diferente a la de Otaré, podía haber contado.

Todas mis producciones, composiciones, poemas y escritos en prosa, sólo los di a conocer, después de haber sido revisados por él; esa era la garantía inequívoca de la calidad; por eso, yo no solamente perdí a mi padre, perdí también mi maestro, el que siempre actuó con sensatez, prudencia y acierto; su gran sabiduría y nobleza, evocan, invocan y permiten comprender, con su ejemplo de vida, que lo más crítico en el ser humano, no es la inteligencia como capacidad abstractiva per se, sino, al servicio de qué intereses se pone, es decir, su combinación con los sentimientos, la nobleza, lo cual, no es otra cosa, que la inteligencia emocional, la cual pude corroborar en él, a partir de la observación de su comportamiento: 1. Nunca reaccionaba ante ningún estímulo, por más brusco o provocador que fuese, al punto que hasta me molestaba y, me instó alguna vez, a cuestionar lo que para mí, era un autocontrol exagerado, al punto de no dejarse perturbar por nada; 2. Gran empatía con sus semejantes, independientemente de su estatus o valor social y, 3. Gran naturalidad y disfrute de cualquier circunstancia de la vida, por sencilla y elemental que fuese.

Creo que estaba, frente a una construcción interior, que mi padre forjó con materia prima o ladrillos genéticos o heredados unos y, aprendidos otros, a través de los años de su larga existencia y, en la cual, el dolor y el sufrimiento fueron un modulador de templanza (el placer gratifica al cuerpo, pero es el dolor el que templa el espíritu), que le permitieron dominar o someter su animalidad en grado sumo, logrando también, la identificación y autocontrol de sus emociones, para etiquetar empatía con sus semejantes, sin renunciar a un cierto, ‘desenfado cortés’: podía mostrar su desacuerdo, pero siempre lo hacía de manera respetuosa. Esa es la auténtica inteligencia emocional, la que le puede poner control a los instintos y las emociones que mediadas por otras estructuras cerebrales, diferentes al neocórtex, se expresan con la fuerza vital y rotunda que impone la biología, la genética y la supervivencia animal y, que en un momento dado, pueden burlar la fría e inmutable racionalidad cortical de los humanos, aunque ésta, pueda estar, al servicio de nobles intereses. Por eso mismo, la inteligencia más importante es la inteligencia emocional, aquella que te pone a prueba, en tu contacto con los demás, con la sociedad y, la que más garantiza por ende, el éxito en cualquier emprendimiento, labor o actividad humana.

Nunca olvidaré que estando niño, durante la década del 60, muchas veces acompañè a mi papá al Filo de Pedregal, desde donde contemplamos la forma como los buldóceres derribaban la montaña de enfrente, por debajo del poblado de San Antonio, en la apertura y avances de la carretera que desde Ocaña, debía llegar a Otarè, para luego conectar con El Carmen; mi papá, gozaba tanto ésta actividad, que se aprovisionaba de refrescos y se embelesaba horas enteras, contemplando las obras, como acariciando su inminente realidad, al tiempo que aceptaba el ruidaje de estas bestias o monstruos del progreso, en alegoría con las acompasadas y melodiosas resonancias de su trompeta, o como si estuviera transando la aceptación de sus estridencias, que seguramente ofendían su delicado oído musical, a cambio del evidente beneficio comunitario que su trabajo conllevaba.

Don Óscar, sí sabía cuál era la trascendencia de esa obra: nada más y nada menos que el fin de la dependencia de González para acceder a Ocaña, la cual imponía, el uso previo del antiguo camino de herradura y los arrieros para movilizar la llegada y salida de pasajeros y productos de Otaré. Desde cuando llegó la carretera a Otaré, tenemos conexión directa con Ocaña y el peaje de Gonzalez, desapareció, al tiempo que no volvió a ser necesario ensillar la hermosa y briosa yegua colorada, para que Doña Clara, se movilizara hasta Gonzalez y, de ahí, en carro hasta Ocaña vía El Chamizo, para atiborrar de productos y mejorar la oferta de su exitosa miscelánea.

Tampoco podré olvidar que estando niño, también me encantaba, asistir a las retretas en el atrio de la iglesia y, acompañar los paseos con la banda, por las calles del pueblo, durante sus fiestas patronales; eso no se cambiaba por nada; mi papá, junto al grupo musical, iba tocando su trompeta por el centro de la calle, siempre muy pendiente que yo transitara por el andén, debajo del alar, para guarecerme de las varillas de los cohetones que bajaban raudos y verticales a estrellarse sin compasión, contra el empedrado, después de su impactante y festiva detonación en los aires; los andenes, agolpados de gente, en ambos costados, enmarcaban un escenario pintoresco, natural y colectivo, donde fraternalmente se compartía, al tiempo que se allanaba todo tipo de diferencias, pretensiones y discriminaciones, típicas de aquellas celebraciones hechas en un momento y lugar dados, en recintos cerrados y poco ventilados, física, psicológica y culturalmente, los llamados clubes sociales.

Mi papá amaba a Otaré y, Otaré lo amaba a él, en quien reconocía su guía espiritual, el patriarca como lo reconocían y denominaban últimamente, reivindicando y rescatando el valor que deben tener los ancianos en la sociedad. Era el pueblo de sus entrañas, donde vivieron sus padres y abuelos, especialmente Don Celso Lemus y los ascendientes Sepúlveda, procedentes de la región de Charalá, Santander del Sur, de quienes proviene la aptitud artística y musical.

Su emblemática composición ‘Los Caserones, constituye un homenaje a aquella vieja casona paternal, ubicada a 100 metros del Parque, donde vivió con todos sus hermanos, bajo la tutela de sus padres, Don Tiberio Lemus y Leonor Sepúlveda; en aire de porro, con cadenciosa melodía y hermosa letra, un verdadero poema, con un mensaje lleno de nobleza y gratitud por sus padres y, la exaltación del hogar como fuente primigenia de todos los amores, valores y cimientos de la sociedad, que plasmó y demostró también, en el hogar que conformó con su esposa, nuestra querida madre, Clara Isabel Lanziano, descendiente de una de aquellas familias italianas que emigraron a América entre 1870-1880, con quien pudo sacar adelante y perpetuarse en 9 hijos (Leonor, Oliva, Javier, Ligia, Jorge, Oscar, Gladys, Amparo y Martha), hasta el 16 de agosto del 2011 cuando después de 68 años de convivencia, la mejor mamá del mundo, partiò del escenario terráqueo a los 85 años de edad, dejando nuestras almas ataviadas de amor, entrega y abnegación y, cuya genética, portamos orgullosos y altivos.

Clara Alejandra, mi hija mayor, también fue criada por mis padres, debido a que cuando tenía 6 y 1/2 meses de vida, falleció en Bogotá su mamá, Sandra Gallego, lo cual fue para mi, una verdadera encrucijada, que providencialmente, resolvió providencialmente mi padre, quien con inteligencia interpretó a cabalidad mi situación y, con nobleza y solidaridad, aportó también la solución precisa, al persuadir a mi mama con la perentoria determinación: ‘Clara, te tenés que traer a la niña para acá. Era la solución perfecta que valoré infinitamente y me permitió entender que mi papá tenía puestos mis zapatos. Expresión inequívoca de un amor paterno desprovisto de esguinces y fisuras !Para nunca olvidar¡ Así fue como Clarita, terminó viviendo con mis padres en Otaré y a la postre, también en Ocaña, en el hogar de mi hermana Martha, donde encontró todo el apoyo y calor familiar, al punto que sus primos, Jose y Oscar, son sus hermanos y sus padres, Luis Beltrán y Martha, también son los suyos. Hoy en día, somos todos una sola familia y, después de la partida de mi padre, se nos ha vuelto una necesidad espiritual y vital, conservar esa unidad, alrededor de la casa paterna en Otaré, como parte de su legado y como la mejor manera, de brindarle un homenaje y un reconocimiento a su grandeza y memoria.

Mi padre fue un autodidacta consumado, tanto en la música, como en la docencia, pero especialmente, en lo humano, lo cual implica saber y entender que en el más humilde, se esconde siempre un gran maestro; sólo es necesario estar dotado de aquella gran sensibilidad y receptividad que te instan, como si se tratara de un imperativo categórico moral, como dijera Kant, a estar siempre dispuesto a abrevar, cual bovino sediento, en esa original, fértil e inagotable fuente de fresco y reconfortante humanismo: lo cotidiano, lo sencillo; de Eulogio Ríos, campesino de la vereda de Lucaical, ubicada entre Otaré y Aguachica, debo consignar aquí, dos bellas coplas que mi padre guardaba en su memoria: 1. ‘Conmigo no busques guerra, conmigo busca la paz, soy pistola, soy trabuco, soy carabina y no es más’; 2. Una estrofa desconocida de la tradicional y original canción del tigre de Otaré: ‘El Tigre estará pensando que yo le tengo miedo, pero tengo mis buenas lanzas y también mis buenos perros’. Don Oscar, sin lugar a dudas, fue un apóstol de la cultura del pueblo y también, como buen trompetista, un resonador, en este caso, de lo que advirtieron en su momento, Neruda, Azorin y Dostoyevski, al develar que la belleza, se oculta en lo escueto, en lo simple.

Para serlo, se requería un auténtico autodidacta, vale decir, en el contexto que nos ocupa, un humanista. !Ese fue el legado que nos dejó Don Oscar¡ ‘No es una herencia material, es una herencia musical’, como dijera Emilianito Zuleta en su composición, pero, también y principalmente, un legado espiritual, cultural, pedagógico y, por encima de todo, de humanismo, que sembró y supo cultivar, para ser un ejemplo de vida, en cuyo trasegar, admirablemente, accedió y descubrió lo universal en lo lo aldeano, como lo enseñara con sapiencia también, León Tolstoi. En ese sentido, nada más justo, oportuno y apropiado que el reconocimiento hecho por El Ministerio de la Cultura, al designarlo como ‘Sabedor Tradicional’ su máximo título, el cual, aunque tiene el gran respaldo institucional de Mincultura, !no proviene de la academia, sino de la vida¡

Hoy, cuando la muerte nos ha privado de su emblemática y protectora presencia, del timbre inconfundible de su voz y su trompeta, estamos seguros que ellos, quedarán indeleblemente grabados en nuestras almas, en las montañas y en el cielo de Otaré, al que le supo rasgar su silencio, para penetrarlo y tachonarlo con las notas de los más variados aires, tanto andinos, valses, pasillos y bambucos, como caribeños, porros, cumbias y vallenatos. Yo no sólo perdí a mi padre, como todos mis hermanos, también perdí, a mi maestro, al excepcional revisor de mis composiciones, poemas y escritos en general, pero me resigno porque su legado, se yergue por encima de nuestros hombros y espaldas, como un faro o potente reflector para iluminarnos, el sendero del futuro, sembrándolo con las fértiles semillas de sus gratos deseos y recuerdos que al germinar y florecer, nos depararán un frondoso cultivo, que perfuma nuestras almas, y garantizando así, la perpetuidad de sus valores y su obra, la cual, nos conducirá con seguridad en un mañana, a ser mejores seres humanos, como él siempre lo hizo y enseñó, con su vívido ejemplo. !Qué gran orgullo y que gran honor, haber sido hijo de este gran hombre¡

Es gratificante saber que actualmente en Otaré, cuando su primer y quizá más importante trompetista, pionero por excelencia, nos priva de su presencia para siempre, existe una prometedora y renovada banda, ‘Armonía Quince de Mayo’, la cual nos llena de esperanza, para que con nuestro apoyo incondicional y el liderazgo, precisamente, de dos trompetistas, Iván Durán y Pedro Navarro, al igual que todos sus miembros, puedan continuar su obra, siguiendo su ejemplo, su legado de grandeza, no sólo musical y cultural, sino principalmente de humanismo, que permita reparar el profundo vacío que nos deja su partida. Gracias a todos los músicos por la deferencia y bondad de acompañarnos hasta la bella y emblemática colina del sacro y humilde camposanto de Otaré, para darle su postrer despedida, como él se lo merecía, entonando sus propias composiciones y aquellas que más le gustaban, interpretaba y le hicieron vibrar el alma. Es muy significativo y diciente que La Banda De Otaré, la que él había creado con sus hermanos, hace casi un siglo, sea la que lo despida del pueblo donde nació, el de sus abuelos, el de sus entrañas, para recordarle al cielo y sus confines que su mensaje o enseñanza en este mundo, fue de música, vida y alegría, y que El Trompetista de Otaré, terminó siendo también, El Patriarca y El Sabedor Tradicional».

¡QUÉ HONOR Y QUE ORGULLO TAN GRANDES HABER SIDO HIJO DE ESTE GRAN HOMBRE!

*DESCARGAR DOS CANCIONES ADJUNTAS:

1) LA TROMPETA DE MI PAPÁ:

2) LOS CASERONES:

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