MANUEL ZAPATA OLIVELLA, “LOS CAMINOS DE LA PROVINCIA”

Por Félix Carrillo Hinojosa

Parte 1

Lo hecho por Manuel Zapara Olivella en los años cuarenta y cinco del siglo pasado bien vale la pena exaltar, porque produjo un gran despertar en la gran tierra nuestra, que construía un movimiento musical pero cuya divulgación era local.

La tarea la hizo él, que sumado a las anteriores y posteriores crónicas y reportajes que empezaron a circular en las nacientes plumas, entre las que se destacó, quien luego sería nuestro genio y nobel García Márquez, más el ojo fotográfico de Nereo López, quien copió a los juglares y logró retratar a la provincia con mil colores.

Ese “médico ilustrado”, como lo señaló el juglar Juan Manuel Muegues, quien lo acompañó y pudo comprender que el ambiente después de ir a Bogotá no estaba lo mejor, no porque el objetivo no se estuviera cumpliendo, sino que los recursos se agotaban y el gran quijote de apellido Zapata Olivella, como lo dijera Muegues: “cuando iba llegando a Armenia lo noté desorientado”.

A esto se sumaba la realidad social del país, en donde el médico no podía olvidar como le tocó salir en bolas de fuego, recién graduado. Es probable que muchos no le encuentren conexidad a todo lo hecho por Manuel Zapara Olivella, quien llevó por primera vez una delegación de músicos vallenatos, entre quienes estuvieron Juan López, Dagoberto López, Antonio Sierra y los inicios del festival de la Leyenda Vallenata.

Tuvo que pasar más de una década para que el imperio de los reyes vallenatos, quienes tienen su propia historia, estimulada por la famosa cacica, quien también hace parte de las vivencias juveniles, en donde muchas personas influyeron en la formación literaria de los personajes, que hacen parte de las grandes memorias que construyeron esa gran provincia.

La propia cacica, al igual que ellos, nunca se imaginaron en tan tempranas épocas que los cantos de un estudiante del Liceo Celedón, así como los reportajes visuales del hoy consagrado fotógrafo Nereo López y las investigaciones que iniciara el famoso “Gabito”, hechos que no son más que el resultado de unas vocaciones que recogemos como un homenaje a la vida y hazaña de Consuelo Araujo Noguera, cuyas resonancias lograron anudarse con el galardón recibido por nuestro nobel en Estocolmo, con sus novelas y cuentos inspirados en recuerdos de infancia, en el legendario Macondo, así como de presidentes, congresistas y políticos de la República y el extranjero, ligados por el festival  folclórico de la música vallenata, cuando nadie presagiaba los triunfos repetidos por esa rica música costeña en los premio Grammy, más ahora cuando se tiene una categoría.

Entre ellas, algunas significantes anécdotas vividas en nuestro país y el exterior por el grupo de Delia Zapata Olivella y su hermano Manuel, en donde países como Francia, Alemania, España, la Unión Soviética y la República Popular China, sintieron el aire creativo y libertario de estos dos hermanos, que tanto bien le hicieron a la cultura nacional.

DE LOS GRANDES

A Manuel Zapata Olivella su pasión vagabunda lo llevó a recorrer toda Centroamérica a pie descalzo, como rememorando a sus ancestros africanos. Era la mejor manera para que un mulato contara de viva voz su propia historia. Todos estos pasajes generaron en él un compromiso de primera mano que lo llevó a constituirse en un observador cultural y no en un especialista musical de las diversas manifestaciones de nuestra patria y otros pueblos de América.

Su itinerante trashumancia se detuvo un día de recrudecida violencia frente a un extenso valle de la Costa Atlántica, donde por fortuna en ese entonces se dormía con las puertas abiertas y la mano amiga se posaba con firmeza para brindar lo mejor de ella. Era una tierra que empezaba a vestirse con los colores de un instrumento europeo, que aún hoy le hace el zig zag a la violencia con la que pudo musicalizar la filosofía del hombre provinciano.

Era novedoso, pese a su costo, ver al hombre de esa región abrazar a un acordeón de una o dos hileras e irrumpir a cualquier hora y exponer con una larga fanfarria los cantos que ya empezaban a identificar a toda una provincia. Después de un largo recorrido en tren, en donde las horas pese a lo eterno del viaje, caían bajo el deslizamiento del riel que devoraba el verdor de los platanales, el joven médico llegó a ese mundo en donde dos años más tarde le insistió a Nereo, su hermano de infancia y sueños, para que viniera a conocer al paraíso. Así llamo a nuestra gran provincia, a la que llevó siempre en su interior como los recuerdos de su Lorica natal.

Esta historia brota de sus labios, que sirven de parlante a su voz trémula y cansada, por la labor implacable del tiempo.

“Yo llegué en 1.949. Lo hago pocos días después de recibir el grado de médico, precisamente el día que me estaba graduando el presidente Mariano Ospina Pérez se tomó el parlamento colombiano y hubo disparos. Como la facultad de medicina quedaba en la calle 10 con la avenida caracas, todos esos disparos se escuchaban así fueran debajo de la mesa. Esto originó una cacería de brujas contra liberales y comunistas. Como yo era miembro de la juventud comunista, me tocó salir en bolas de fuego, dejando mis libros, ropas y todos mis enseres”, dijo. Al salir en tren, que partía de la calle 13, su objetivo era radicarse en Venezuela. En ese tránsito y en busca de un refugio llegó a la Paz, población cercana a Valledupar, donde se encontró con su primo Pedro Olivella Araujo. Después de un breve dialogo y conocer sus intenciones este le dijo: “no tienes por que salir de tu patria. Quédate aquí, que yo te garantizo que nadie se va a meter contigo”.

Al llegar a esa región estaban de moda los cantos de Escalona. Su manera distinta de componer, producto de su formación cultural y literaria. A pesar de todas esas diferencias, Escalona preservaba la tradición de los cantos populares, que sumados a los de Lorenzo Morales, Emiliano Zuleta Baquero y la voz de Alfonso Cotes Querúz acompañado de su guitarra, le hacia saborear las canciones como “El negro maldito”, ‘la estrella’, ‘cállate corazón’, ‘la loma’, ‘el provincianito’, ‘el tigre de la montaña’, de personajes que más tarde conocería como ‘pacho rada´’, Juan Manuel Polo Cervantes, Tobías Enrique Pumarejo, Samuel Martínez y German Serna Daza, toda una matrona dictatorial y legendaria con sus pollerones de bellos colores que le llegaba a los pies y sus trenzas, mandando en el Plan, Sierra Montaña y pueblos aledaños.

ZAPATA OLIVELLA EL MEDICO

Lleno de una inmensa vocación social se enfrentó a su actividad de atender a cuanta mujer embarazada lo requiriera, sin cobrarle por ello. Solo recibía como retribución su solicitud personal: “Después de mi labor de médico y de eterno parturiento pedía un chinchorro, un buen sancocho y el sonido celestial que solo sale de un acordeón. El más humilde de los rincones de esa adorable provincia siempre tenía como colofón esos tres ingredientes”, decía.

El inquieto hombre de letras empezó a percibir el fenómeno del canto vallenato que modelaba en sí, todo el comportamiento de esa comunidad, a través de sus costumbres, hábitos, alimentación y vestidos. Esa función de observador directo le permitió consolidar la propuesta que años más tarde le hiciera su hermana Delia, que después de terminar su carrera de escultora decidió entregarse de lleno a la conformación de grupos de danzas folclóricas, mientras viajaba a San Diego en la chiva de “chiche “ pimienta o cuando este se varaba lo hacía a pie.

Para él, era un encanto cruzar el rio chiriaimo, ya que los sonidos de los acordeones a manera de bienvenida le mostraban sus variados intérpretes y canciones, cuyos estilos diversificaban al hombre representado en Juan Muñoz, Leandro Diaz, Carlos Araque Mieles, Juan Manuel Muegues, Hugo Araujo y quedar petrificado con los golpes endemoniados de Crisóstomo Oñate. A su regreso a la Paz decidió conformar un grupo vallenato. Aprovechó las permanentes parrandas de valores como Fermín Pitre, un musico completo de Fonseca, quien, al ser requerido por él, le dijo: “Docto, yo me voy con usted no importa la plata.” A este se sumó Crisóstomo Oñate y Antonio Sierra, decimero y guacharaquero. El propósito del joven médico de llevar un cantador de decimas tenía su fin, y era el poder mostrarle a la gente del interior del país, que en nuestra provincia había una tradición española muy arraigada. Al llegar a la capital, la música de Buitrago, Lucho Bermúdez, José Barros y Pacho Galán, se estaba metiendo en el ámbito del interior Bogotano, que tenía en el estudiantado costeño su más efectivo promotor.

Esto le permitió para presentarse por asalto a la residencia del Doctor Alfonso López Michelsen y darle con el grupo Vallenato una serenata, que fue el dardo que impulsó a ese hombre de raíces vallenatas, recomendarlos en la emisora Nueva Granada, con tanto éxito que las presentaciones se incrementaron.

EL REGRESO

Después de dos semanas de permanencia con el improvisado grupo de música vallenata, regresó a la Paz, Supo que por estas tierras estaba el antropólogo Gerardo Reichel Dolmatoff, con quien tenia una estrecha relación amistosa. No había calentado su ambulante consultorio cuando ya estaba con una delegación musical, entre quienes se encontraban Rafael Escalona y Juan López. Decidieron ir a la Tomita, lugar que servía como punto de encuentro de los bohemios que partían de Valledupar o la Paz, para llegar a Manaure, que a manera de balcón recibía a cuanto forastero o provinciano decidía cruzar esa zona llena de encantos y leyendas. En la noche, con mucho sigilo y tratando de caminar en puntillas, Escalona como siempre le dio la orden a Juan López y este como por encanto desabrochó su camisa musical. No había recorrido muchos compases cuando se encendió una luz en la carpa y apareció el antropólogo con una pistola en su mano derecha diciendo: “Si se demoran en tocar ese acordeón, no estarían vivos”. A esta sentencia, le siguió una estruendosa carcajada al unísono, que sirvió de antesala a una parranda de varios días. En medio de ella se enteraron que por ahí andaban los intrépidos Gabriel García Márquez y Nereo López de meza. El primero tratando de averiguar los antecedentes de su familia en esa región y el segundo solicito ante el llamado de Manuel Zapata Olivella.

Mientras García Márquez era ilustrado con lujos de detalles por Pedro Olivella Araujo sobre la actividad de su padre, cuando este fue telegrafista en Valledupar, Nereo descifraba los encantos de los personajes vírgenes de nuestra provincia, con su vocación libre de recoger todo cuanto aparecía ante él y teniendo como alcahuete una cámara atrevida.

Mientras el joven y solicitado compositor Escalona Martínez caía rendido por la belleza de las mujeres de los pueblos que servían de inspiración a sus sentimientos, García Márquez se regresó a Barranquilla con un panorama más despejado al tiempo que el médico Zapata Olivella con la Compañía de Nereo, se internaron por la serranía de Perijá, donde recogieron un importante estudio fotográfico sobre motilones y Yukos, poco conocido y comentado por los investigadores del vallenato.

Pero si esa ruta de nuestros nativos les atraía, no lo era menos La Guajira, por donde transitaba el contrabando, unas veces con el whisky, otras con el tabaco y peor aún la marihuana, que los llevó a un asentamiento wayuu en el barrio siruma de Maracaibo.

Manuel Zapata Olivella ahora muchos años después, en Bogotá, comienza a recorrer cada espacio en la casa de su ya difunta hermana Delia, donde vive y empieza a halar la pita del tiempo. Cierra los ojos y sus patillas blanquecidas tratan de cubrirle toda la cara. Se recompone en su silla, aprieta sus débiles manos entre si y dice: “Escalona y Nereo son mis compadres de sacramento. Ellos son los padrinos de Harlem Segunda de la Paz y Edelma. El padre Joaco de la Paz, no le quería bautizar a la primera con ese nombre, porque era extranjero. Porque, como yo viví en ese barrio de los Estados Unidos quise hacerle un homenaje”.


MANUEL ZAPATA OLIVELLA, “LOS CAMINOS DE LA PROVINCIA” (Capitulo 2)

Por: Félix Carrillo Hinojosa

Salida de la Paz

Al salir de la Paz en 1.954 conformó un segundo grupo vallenato de personas con ganas de figurar. Eran hombres que sabían de donde y a qué hora salían, pero la hora de llegada y las condiciones económicas estaban expuestas a todos los avatares que en ese momento estructuraban la naciente música vallenata. Esos cantores atrevidos fueron los primeros divulgadores en el interior del país de nuestra música vallenata.

El médico intentó convencer a Carlitos Noriega para que lo acompañara en su nueva ruta y así mostrar las diversas expresiones de la cultura costeña, entre ellas, el vallenato. Se tropezó con la negativa de un acordeonero, ya que él quería seguir amenizando a sus paisanos, por eso decidió proponerle a Juan Manuel Muegues, músico y compositor Manaurero, junto a Juan López, un mago de la caja y el acordeón, mientras en la guacharaca y el canto estaba Dagoberto López Mieles, conocido en toda esa región como “el clarín de la paz”; quienes gustoso aceptaron ese desafío.

Recorrieron varias ciudades colombianas, entre ellas; Cali, Medellín, Bogotá y cuando iban llegando a Armenia, el músico Juan Manuel Muegues le dio rienda suelta a su inspiración, cuando en ritmo de merengue narró los momentos que le tocó vivir en esa correría, que sirvió de base para los momentos que hoy vivimos en torno a la música vallenata. Sobre este canto y la realidad que cubría al mismo, el escritor tiene su versión: “quien estaba desorientado era el musico. El no sabía y no tenía porque, mi preocupación giraba en torno al rumor de un asalto por parte de los chulavitas en Armenia y esto en realidad me preocupaba, ya que tenía una responsabilidad con el grupo. Al final no pasó nada y todos regresamos a nuestras casas”.

Para el año de 1.956 los hermanos Manuel y Delia se dieron a la tarea, nada difícil para ellos, de organizar y recoger la mejor muestra del folclor costeño. El escritor por su parte trató de persuadir a Nicolas Mendoza Daza, para que le acompañara a Europa. Sin embargo, la negativa del reconocido y siempre recordado acordeonero se hizo una vez más presente, era el tercer intento, por demás fallido, frente al músico, como llegó a decir el médico; “colacho se asustó, Europa no estaba en sus planes”.

Mientras Delia constituía lo mejor de la dancística, su hermano reunía a los gaiteros de San Jacinto, donde Antonio Fernández era la carta destacada por su reconocida fama como cantador, compositor y ejecutante de la gaita macho, acompañado por los hermanos Lara, en donde Juan Lara, depositario de la magia con su gaita hembra,  y José, incomparable tamborilero, hacían de las suyas en cualquier sitio donde llegaren. Además, exponían en distintas regiones del país, entre ellos Chocó y el Valle del Cauca, en el que sobresalía Madolia de Diego, joven quibdoseña, cantante de alabaos, romances y mejoranas, el porteño Salvador Valencia de Buenaventura, ejecutor de la marimbula de chonta, los palenqueros Erasmo Arrieta y su primo Roque ejecutaban la caña de millo mientras Lorenzo Miranda preservaba la tradición de los ancianos batata, herederos de los tambores y cantos religiosos del lumbalú africano. Por su parte Leonor González Mina, quinceañera de ese tiempo, interpretaba las canciones de minería de los antiguos feudos españoles de Puerto Tejada y Cáceres.

Como es de imaginarse, todos bisoños en aquello de aventuras por el desconocido viejo mundo de Europa y Asia, pero tal vez, este destino les dio animo para emprender la mayor aventura, que grupo folclórico americano alguno, iniciaran por tierras extranjeras, con un pasaje de ida y sin regreso, lejos de sus familias y con la vaga esperanza de regresar algún dia a sus lares.

Llegaron a París en épocas de invierno. Contaron con la ayuda patriótica e incondicional del Doctor Eduardo Santos, quien les consiguió alojamiento y alimentación en una residencia estudiantil. Al tiempo les llegó una invitación para que asistieran al séptimo festival de la juventud en Moscú. Allí se encontraron con el futuro premio Nobel Gabriel García Márquez, quien se encontraba “borroneando” el coronel no tiene quien le escriba. Enterado de la ausencia de “colacho” Mendoza en la delegación, tenían que llenar esa vacante.

Es la voz activa del médico Zapata Olivella, quién relata ese episodio: “gabo nos sugirió que lo metiéramos en reemplazo de Colacho. Mi hermana Delia le dijo: “yo no le voy a mentir a los soviéticos diciéndole que tú eres músico del grupo, a no ser que quieras ser bailarín, ante ello, Gabo respondió: “bueno me voy de bailarín, de tamborero de lo que sea, pero de que voy, voy”, de esa forma fue que entró Gabo a la Unión Soviética.

BLOG DEL AUTOR: Félix Carrillo Hinojosa

Félix Carrillo Hinojosa. Técnico y tecnólogo en Periodismo de Inpahu y Comunicación Social y Periodismo en Universidad Central.

Manuel Zapata Olivella Vida y obra a disposición del mundo

Bajo el liderazgo de la Universidad del Valle, con el apoyo del Ministerio de Cultura de Colombia, la Universidad de Cartagena, la Universidad de Córdoba y la Universidad Tecnológica de Pereira, entidades aportantes a la presente edición, le presentamos a Colombia y al mundo el legado de Manuel Zapata Olivella —médico, antropólogo, folclorista, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista e investigador— nacido en 1920 en Santa Cruz de Lorica, Córdoba.

El Ministerio de Cultura de Colombia declaró el 2020 como el Año Manuel Zapata Olivella, en homenaje al centenario de su nacimiento. La señora ministra Carmen Vásquez Camacho, en el acto de lanzamiento en Cali, octubre de 2019, a través del canal Telepacífico, destacó el aporte de las obras e investigaciones de Zapata Olivella porque siempre tuvieron como protagonista la gran diversidad étnica y cultural de Colombia, y en especial, por el rescate y valoración del aporte africano a Colombia y a las naciones americanas como está poéticamente recreado en su saga dedicada a la diáspora africana, Changó, el gran putas.

El Año Manuel Zapata Olivella 2020 se propone divulgar y promocionar las obras en universidades, colegios, escuelas, bibliotecas, casas de la cultura, medios de comunicación, ferias del libro y redes sociales, como la mejor manera de honrar a uno de los intelectuales más destacados de nuestra historia, cada día más leído y estudiado en varios continentes. En Colombia, el concurso de las universidades, del Instituto Caro y Cuervo, de la Biblioteca Nacional, de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la Red de Bibliotecas Públicas, las Ferias del Libro, los canales públicos de televisión, las secretarías de Cultura y Educación de departamentos y municipios, la Dirección de Poblaciones y la Dirección de Artes y Literatura del Ministerio de Cultura, ayudará a tornar realidad tan necesario y justo emprendimiento.

Las 27 obras ofrecidas, junto con un amplio material crítico, fotográfico, videos y documentales, estarán a disposición gratuita en la web Zapata Olivella, sitio que estará alojado en el Centro Virtual Isaacs (CVI) de Universidad del Valle, enlazado con el Ministerio de Cultura, la Universidad de Vanderbilt y otras entidades nacionales y extranjeras.

Esta labor ha sido posible gracias al apoyo de la Universidad del Valle, en cabeza del rector Edgar Varela Barrios, con recursos financieros y técnicos para el trabajo del Centro Virtual Isaacs y el grupo de investigación Narrativa Colombiana de la Escuela de Estudios Literarios. Con perspectiva interdisciplinaria, las investigaciones realizadas sobre la obra de Zapata Olivella en el Doctorado de Estudios Afrolatinoamericanos, así como los aportes de varios de sus seminarios, han sido fundamentales para este proyecto. Durante tres años se trabajó en la preparación editorial de cada libro y en la recopilación del acervo bibliográfico que estará a disposición en la web Zapata. Para apoyar a la divulgación de las obras y la vida del autor, se realizó la investigación para el documental Zapata el gran putas, una coproducción del Canal Telepacífico, el Ministerio de Cultura y la Universidad del Valle. Así mismo, la realización de la ópera Maafa, una adaptación de Changó, el gran putas, composición de Alberto Guzmán Naranjo y guión de Darío Henao Restrepo.

Jugaron un papel decisivo en esta empresa los colegas del Comité editorial: Alfonso Múnera Cavadía (Universidad de Cartagena), Luis Carlos Castillo Gómez (Universidad del Valle), Mauricio Burgos Altamiranda (Universidad de Córdoba) y César Valencia Solanilla (Universidad Tecnológica de Pereira); así como la directora del Instituto Caro y Cuervo, Carmen Millán de Benavides, Diana Patricia Restrepo, directora de la Biblioteca Nacional de Colombia y el director de la revista Afro-Hispanic Review, William Luis. Esta empresa no hubiera llegado a feliz término sin los prologuistas, fotógrafos, articulistas y ensayistas que aportaron sus luces o sus escritos para el conjunto de este gran proyecto editorial.

Merecen infinito agradecimiento los herederos de Manuel: Harlem, su hija; Karib y Manuela, nietos, hijos de Edelma, ya fallecida, y Gustavo Gómez, su esposo, que con generosidad cedieron los derechos a la Universidad del Valle para la publicación de las obras que con gran satisfacción entregamos a los lectores de hoy y del mañana.

Santiago de Cali, junio 30 de 2020
Darío Henao Restrepo
Decano Facultad de Humanidades Universidad del Valle
Director Editorial

OBRAS

Publicada a mediados del siglo pasado, Tierra mojada es una novela vigente, refleja una realidad que se niega a desaparecer: el violento predominio sobre la tierra por parte de los terratenientes mediante el despojo, el desplazamiento, el asesinato. Aún los Jesús Espitia se pavonean por campos y ciudades y se aferran a sus feudos. La violencia desde actores diversos se recrudece y la sangre de líderes campesinos, populares y defensores de los derechos y de la restitución de tierras es derramada en campos, veredas y ciudades. La novela cobra actualidad para decirnos que si algo ha cambiado, parece que es para que todo siga igual.

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Sobre Pasión Vagabunda el maestro Manuel Zapata Olivella confiesa: “No quería editar este libro. Todavía sospecho que no debí hacerlo. Puede ser un mal ejemplo. Cuando hice esta travesía eran otros tiempos. Ahora, si un joven decide hacer un recorrido semejante, corre el riesgo de no llegar a ninguna parte”. Sin embargo, este libro, cuadro a cuadro, es el relato de su “vagamundaje”, entre 1943 y 1947, por extensas y sufridas, y también modernas, regiones de Colombia, Centroamérica y México hasta la frontera con Estados Unidos, en su apasionada búsqueda de sí mismo.

Si algo impresiona en este libro es cómo el escritor busca, encuentra y comprende las raíces que lo unen a millones de seres como él; en otras palabras, cómo busca su identidad, su negredumbre, cómo va construyendo el descubrimiento de sí mismo. Manuel Zapata Olivella, desde diferentes sujetos y lugares, transparenta una radiografía, con trazos vigentes, de los padecimientos, las tristezas, pero también las alegrías de la población negra de Estados Unidos. Es una sentida y colorida pintura cuya actualidad sorprende.

En 1952, junto con Jorge Zalamea, Diego Montaña Cuéllar, Jorge Gaitán Durán, Alipio Jaramillo y otros destacados intelectuales colombianos, Manuel Zapata Olivella viajó a la República Popular China para participar en el Primer Congreso de la Paz de los Pueblos de Asia y del Pacífico en Pekín. En su recorrido por ciudades, aldeas y sitios emblemáticos del gigante asiático, auscultó vidas y sentires de sus pobladores. En el Congreso se relacionó con los poetas Pablo Neruda, chileno, y Nazim Hikmet, turco, y el novelista brasileño Jorge Amado. El deslumbramiento ante esta nueva sociedad que emergía, lo dejó consignado en su ameno estilo de cronista en China 6 a. m.

Publicada en 1963, esta novela nos presenta una historia ambientada en la década del 1950 en un barrio de Cartagena, levantado desde su suelo por empobrecidos pobladores negros, que sobreviven en un contexto de marginalidad y resistencia al desalojo y la exclusión. Nos muestra la realidad, aún contemporánea, de las barriadas pobres que habitan las periferias colombianas. Su lectura sigue siendo necesaria en un contexto económico, social y político que empobrece a comunidades afro, aborígenes y mestizas a lo largo y ancho del territorio.

Avanzar por cada página de Calle 10 es habitar desde una singular perspectiva popular y callejera acontecimientos en torno del 9 de abril de 1948 en Bogotá y hacer un recorrido por la cruda realidad interminable de Colombia. Manuel Zapata Olivella reconstruye espacios que habitó y vivencias de su época de estudiante de medicina, y expone, en un hilo de historias entretejidas, la precariedad de “un mundo de miserias, de enfermedades, pobrezas, virus y parásitos”.

En esta novela el mundo de la religiosidad popular se mezcla con el mestizaje y el lenguaje es otro; la frase es corta y es larga, predominan la sencillez y la armonía. Manifiesta rasgos del boom latinoamericano: el rompimiento de la cronología, la multiplicidad de puntos de vista y la fragmentación, los elementos mágicos, lo cual evidencia que Manuel Zapata Olivella fue uno de los pioneros en asimilar los nuevos procedimientos narrativos y técnicos de la novela moderna para explorar, mediante una mirada que se despoja de su visión alienada, el alma de los colombianos. Destaca el minucioso conocimiento de costumbres, sentimientos, saberes y decires de la vida de los pobladores de la cuenca sinuana.

Manuel Zapata Olivella: un defensor de la libertad

Por Ruth Ariza Cotes

Los seres humanos como Manuel Zapata Olivella despiertan reconocimiento y admiración porque son paradigmas que invitan al cambio de una sociedad enferma, donde prima el egoísmo, la competencia, la inequidad, el dinero, las armas y la falta de ese amor universal del que nos habla Erich Fromm en su obra ‘El Arte de Amar’ (aquél que nos hace vibrar ante las necesidades de los demás, aun cuando los acabemos de conocer).

El verbo y la pluma de este genial escritor fueron siempre un llamado a la justicia social, a la equidad y a la libertad del ser humano, ya que sin ellas, sea cual fuere el color de la piel, no puede haber equilibrio ni paz en la humanidad.

A pesar de que la libertad de los esclavos de manera definitiva se firmó en 1851, siguieron otros tipos de cadenas para la población negra: los negros no podían ingresar al sacerdocio, ni al fuero militar, no recibían como novicias en los conventos a las jóvenes negras, no eran recibidas en colegios católicos y cuando con la iconografía queríamos representar a un negro, lo hacíamos pintando un boxeador o a una cocinera con una pañoleta de pepitas amarrada en la cabeza; y hasta la religión católica no representó a San Martin de Porres (santo negro) tocando una tambora, unas maracas o un xilófono, sino que le colocaron una escoba en sus manos, como quien dice: para que hasta en el cielo le siga barriendo a los blancos.

Como si no fuera poco, en el lenguaje cotidiano seguimos empleando expresiones que denotan la carga histórica que llevamos por dentro con estereotipos que subvaloran el ser negro: Las aguas impuras son aguas negras, el alma en pecado es un alma negra, el diablo es negro, aquí hay un significado de maldad; la oveja negra y descarriada es la oveja negra de la casa; “me dio una mirada negra”(llena de odio); “negro tenía que ser”; el negro tiene las facciones ordinarias y tiene el pelo malo o cucú o ñongo; todas estas expresiones denotan que “las cadenas siguen invisibles”.

En la fotografía, Manuel Zapata Olivella luciendo la condecoración de Palabrero Mayor que le otorgó la Fundación Cultural Palabrería dirigida por Gustavo Adolfo Ramírez. Al lado la antropóloga Ruth Ariza quien llevó la palabra en el evento.

Cuando adelantaba mi carrera de antropología en la Universidad Nacional tuve la oportunidad de escuchar como profesor a Zapata Olivella y hablándonos de su cultura afro nos expresaba que esta se caracterizaba por un principio llamado “El muntu”, cuya filosofía era la de considerar que todo concepto se daba en un contexto, que nada se daba aislado, y que por lo tanto toda teorización debía contener un aspecto integral, es decir holístico; porque un concepto aislado no consultaba todas las miradas que podían enriquecerlo y nos contaba que cuando el sacerdote y médico africano iba a curar a un enfermo, se cercioraba con quiénes vivía, quiénes eran sus vecinos, cómo eran sus relaciones con ellos y con los del barrio, así mismo con los de su pueblo, después de oír sus síntomas, daba un dictamen clínico y recetaba medicinas vegetales, de rocas y de algunos animales.

Lo anterior me causó una gran curiosidad porque descubrí que este es un sistema muy científico y que es usado también por los indígenas.

Veo con grata sorpresa que en la modernidad cuando se va a desarrollar un proyecto de investigación, se deben intervenir en él, para su formulación, el mayor número de distintos profesionales para que las diferentes ciencias dialoguen entre sí y emitan conceptos integrales donde todo tenga que ver con todo. En esta metodología se encuentra escondido el principio de integración propio de los afros y de los amerindios.

Otras de las enseñanzas que nos dejó Zapata de su cultura es la costumbre que tienen los mayores de enterrar a sus antepasados y al pie sembrarles un árbol, el cual cuidan minuciosamente hasta verlo crecer, de tal manera que las raíces del árbol al profundizarse se alimentan de las sustancias que dejó el cadáver del abuelo; y así las cosas, la savia de ese árbol viene a ser como la sangre del abuelo que sigue viviendo a través de sus ramas; cuando muere otro abuelo o bisabuelo repiten el mismo acto y así sucesivamente se va formando un bosque; donde cada árbol es un antepasado; de esta manera humanizan la naturaleza, se forma así una gran familia entre los árboles; por eso no los destruyen, porque estos se convierten en la prolongación de su familia; cortarle la rama a un árbol es como cortarle el brazo a uno de sus abuelos; esta filosofía de vida eterniza la naturaleza.

Manuel Zapata Olivella fue un conciliador por excelencia, que nos invita a amarnos como hermanos sin distinción de color, ya que todas las culturas esconden valores que son ejemplos para la humanidad, como esta cultura afro símbolo de sabiduría y de amor a la naturaleza.

El personaje que nos ocupa fue el palabrero mayor, que introdujo en su quehacer literario una invitación fraternal a los ‘blancos civilizados’ para que dejen de una vez por todas el estigma contra los afroamericanos, si es que son civilizados; expresando que la única raza que existe es la raza humana, con una unidad psíquica universal donde todos tenemos los mismos derechos.

Con base en el contexto anterior, es lamentable la muerte de George Floyd en estado de total indefensión, por un agente del Estado norteamericano.

Por Ruth Ariza Cotes

Por las sendas de Manuel Zapata Olivella y Nereo López en La Paz (Cesar)

                                                           

Por Giomar Lucía Guerra Bonilla

“Si no sabes a dónde vas, debes saber al menos de dónde vienes” (proverbio africano)

Manuel Zapata Olivella: trotamundos, más no turista, polifacético, médico y escritor controvertido. Su trasegar no iba en busca de diversión, sino tras algo indefinido, sin un derrotero, ni un centavo en los bolsillos. No hay en la literatura colombiana una vida más rica en valentías, en aventuras que la de él.  Camino por carreteras, selvas y despeñaderos, por mar y ríos. El l A propósito  le vienen muy bien los versos de Lansgston Hughes con quien tuvo gran amistad es Estados Unidos:

“He contemplado ríos, viejos, oscuros, con la edad del mundo/ y con ellos tan viejos y sombríos/ el corazón se me volvió profundo”

Su literatura, procede entonces de la sangre y del ajetreo de la vida. A los 20 años abandona su carrera de medicina, “…dice,  cuando alguien agonizaba ante mis ojos, veía en él la víctima de la sociedad que lo fatigaba, desnutrido, condenado a muerte en un hospital desmantelado”, Su incesante búsqueda de experiencias, palpar, vivir a la manera del Cova el personaje de José Eustasio Rivera devorado por la selva en el libro “Pasión Vagabunda”. Manuel de ademanes inquietos, voz estertórea, risotadas espontáneas e insolentes que mostraba una dentadura perfecta, nació en Lorica el 17 de marzo de 1920. Estudió en la Universidad Nacional de Bogotá donde recibió el título de doctor en medicina en 1948. En su búsqueda incesante asiduo asiste a los festivales vallenatos le manifestó a mi hermana Paulina, en ese momento Directora de Extensión Cultural de la Universidad Popular del Cesar su deseo de escuchar al Maestro Santander Durán Escalona rey de la canción inédita, pero sin más personas. En el momento en que el cantautor interpreta la cumbia de su autoría “Yo soy el pescador”, que dice en una de sus estrofas:

Yo soy el pescador que va bogando/desnudo bajo la noche serena (bis)/

Ay! Entre golpes de remo recordando/ historia de mi raza piel morena (bis) él le expresa que en esa canción están resumidos más de 20 años de investigación en los largos viajes que ha hecho.

De esas vivencias  hay valiosos  testimonios. Experiencias  en la población de La Paz  captadas por el lente mágico de su gran amigo de infancia el fotógrafo cartagenero  Nereo López, su amigo de infancia cuando lo invita diciéndole “Ven a conocer este paraíso”.  Quien llevó una vida agitada en la antigua provincia de Valledupar y en La Guajira, por obra de cantos, acordeones y trago que no le dieron tiempo  para estampar su propia imagen dentro de este recorrido  vagabundo, en esas tierras, cuando por obstinación propia logró retratar ese mundo de aventuras increíble que no será posible volver a vivir

Es la labor de este personaje que con su  lente fantástico nos ha dejado plasmadas unas imágenes, que son parte de nuestra historia,  sobre una época de acordeones, parrandas, parranderos y de cantores en caminos, galleras y cumbiambas. En esos instantes cuando nuestra música empezaba a apreciarse como expresión social y cultural de una región apegada a sus valores y así ahora podemos ver y comprender mejor su gesta musical, se debe en parte a la vivacidad del  lente avizor de Nereo, guardadas por muchos años.

Descubre un mundo armonioso donde fascinado captaba los encantos de los personajes vírgenes de nuestra comarca, trabajó sin ataduras capturaba cuanto aparecía ante él, teniendo como alcahuete insisto, una cámara audaz. Por su valor artístico serían publicadas en las Revistas Cromos, El Espectador. Con orgullo decía que contaba con los archivos más completos de sus amigos Manuel Zapata Olivella, Gabriel García Márquez y de Rafael Escalona. Entre 1996 y 1998 el fotógrafo Nereo documento la realidad de Colombia. Le entrega a la Biblioteca Nacional, más de cien mil negativos  y cerca de 20.000 diapositivas que dan cuenta de buena parte de su trabajo, incluidas las de otras partes del país y ciudades extranjeras que visito y donde vivió como Estados Unidos. Delegado por el Gobierno nacional para cubrir el evento de Estocolmo la entrega del premio nobel a Gabriel García Márquez. Olvida la acreditación  con la que debía acceder al lugar de la reunión y acude a su ingenio: le quita un sombrero a uno de los miembros de la delegación y pasa desapercibido. Muere en el 25 de agosto de 2015Nueva York a los 95 años de edad.

 Escalona en la mula que le gustaba montar, cuando iba a su finca “chapinero.” En la cerca: Escalona, Zapata y Nereo López y por ultimo Escalona Joven

Manuel y Delia Zapata cuando estuvieron en La Paz y San Diego haciendo estudios del folclor Musical (danzas)

Nereo

Pedro García, Pablo López, Poncho Zuleta, Rafael Escalona, García Márquez y Emiliano Zuleta

Nobel Gabriel García Márquez, Consuelo Araùjonoguera, Rafael Escalona, Pedro García, Pablo López y los Hermanos Zuleta

BLOG DE LA AUTORA: Giomar Lucía Guerra Bonilla

La voz negra de la literatura colombiana

La pandemia ha opacado la celebración del Año Manuel Zapata Olivella. El mejor homenaje es recordarlo y leer su obra.

Mateo Quintero*

¡Levántate mulato! Los primeros años

Nacido hace cien años en Córdoba, pero criado en Cartagena, el joven Manuel Zapata Olivella de veinte años, se trasladó a la fría Bogotá para cursar estudios de Medicina en la Universidad Nacional. Sin embargo, el futuro médico también se interesó por la escritura. Alfonso Múnera, estudioso de su obra, afirma que ya desde ese entonces publicaba artículos en periódicos y revistas sobre temas de folklore y cultura colombiana

Desde siempre lo inquietaron los asuntos que tenían que ver con su raza y con su geografía. Zapata creció influenciado, sobre todo, por sus raíces y por su historia familiar. Fue hijo del matrimonio de Antonio María Zapata Vázquez, un mulato e intelectual autodidacta que se había trasladado de Lorica a Cartagena para refundar su colegio La Fraternidad, y Edelmira Olivella, una mestiza, de raíces zenú y españolas.

Dos aspectos de su formación atravesaron su vida, obra y accionar político: las ideas liberales y humanistas de su padre y la conciencia étnica que tuvo gracias a su madre.

Él mismo lo confirmó en su autobiografía Levántate mulato: por mi raza hablará el espíritu (1990): «En mi familia todos los abuelos habían nacido engendrados en el vientre de mujer india o negra. Mis padres, mis hermanos, mis primos llevamos el pelambre indígena, los ojos azules o el cuerpo chamuscado con el sol africano».

Sin embargo, los años de Bogotá lo marcaron muchísimo. Allí conoció de primera mano las particularidades de la capital y comprendió el centralismo en el que se hallaba inmerso el país. También allí supo que debía luchar por los derechos de las negritudes y en contra del racismo, tarea que no abandonó nunca en su vida. El mulato se levantaba.

Esa consciencia sobre el centro y la periferia lo llevó a escribir una de sus primeras novelas, La calle 10 (1960), en la cual Zapata Olivella demostró dos aspectos importantes como autor: el primero, compromiso social y político, y el segundo, originalidad. Esta novela recoge temas del denominado periodo de La Violencia, pasados por una visión creadora negra y Caribe.

Tal vez esa sea toda la empresa poética de Zapata: revisar la cultura y la historia colombiana desde otras maneras de ver y entender el mundo. Su destino será una postura estética, pero también política.

Los grandes pasos de Zapata Olivella

Pero antes de escribir esa novela habían pasado varias cosas en su vida. Para aprender, el joven Manuel tenía que viajar; abandonó la carrera de medicina en Bogotá y se dedicó a viajar. Entre 1943 y 1947, tras conocer distintos lugares de Colombia y América, comenzó su carrera como novelista y continuó con sus colaboraciones periodísticas sobre temas de folklore y cultura popular. Su novela Tierra mojada (1947) fue elogiada y prologada por el peruano Ciro Alegría.

Producto de esos viajes, Manuel escribió Pasión vagabunda (1949) y otras dos obras inéditas, las cuales pueden considerarse “comprometidas”, teniendo en cuenta los debates de la época. Son textos con alto contenido político y social que dan cuenta de sus reflexiones y posturas sobre la discriminación racial en los Estados Unidos.

Cada vez más interesado por la cultura afro, Zapata decidió convertirse en investigador y dio un giro hacia la academia. En Estados Unidos y Canadá realizó investigaciones etnográficas y antropológicas sobre la cultura negra alrededor del mundo. También promovió el primer Congreso de la Cultura Colombiana y la Junta Nacional del Folclor. En 1965 fundó la revista Letras Nacionalesque circuló durante veinte años y permitió un espacio para que autores jóvenes de la época expusieran sus obras a la crítica.

Luchar por los derechos de las negritudes y en contra del racismo

Zapata Olivella iba perfilándose como un embajador de la cultura afro alrededor del mundo, desde la literatura, la academia y el activismo político. Esto le proporcionó nuevas amistades por todo el mundo y otros reconocimientos que le darían otros giros a su vida y a su obra. Debido a ese prestigio internacional, Zapata Olivella fue invitado a Senegal, de la mano del presidente Léopold Sédar Senghor, al Diálogo de la Negritud y la América Latina.

Este encuentro fue muy significativo para la obra de Zapata porque pudo pisar la tierra de sus ancestros. Junto con el profesor Francois Bogliolo, recorrió las tierras de Senegal y de Gambia. Allí comprendió que su tierra natal no era un lugar geográfico, sino su raza, el pasado y la memoria de sus antepasados: el color de su piel.

Más adelante, conoció las aldeas de las etnias Diola y Serer. Esta segunda visita fue clave porque entendió que bajo su sangre no fluía ninguna sangre de esclavos. A pesar de lo que dice la historia, la esclavitud no es el único pasado de las poblaciones africanas. Por lo tanto, la raza negra no tenía razón para saberse heredera de la esclavitud.

La otra experiencia ocurrió cuando estaba próximo a abandonar Senegal, como lo cuenta Darío Henao Restrepo en su introducción a Changó, el gran putas (1983). Antes de volver a América, el escritor le pidió al presidente Sedar Senghor que le permitiese visitar la Isla de Gorée, de donde habían salido los barcos con esclavos negros hacia América en los tiempos de la colonia.

Ya en la isla, Zapata decidió visitar la fortaleza esclavista de otros tiempos, donde -en siglos pasados- dormían los esclavos antes de partir a América. Pasó la noche allí, desnudo. Y sintió un ímpetu creativo que le permitió regresar con nuevas ideas y proyectos. Esas reflexiones producidas en el viaje le permitieron terminar su obra magna, Changó, el gran putas, que está a la altura de otros grandes logros de la literatura latinoamericana del siglo XX, según varios críticos.

Zapata, ya siendo un novelista consagrado, continuó con sus empresas políticas y culturales. Creó la Fundación Colombiana de Investigaciones Folclóricas; fue co-fundador del Centro de estudios Afro-colombianos y organizó la Primera Semana de Cultura Negra en la Biblioteca Nacional.

Dedicó sus últimos años de vida a la investigación, a la promoción cultural y al activismo político. Hasta el 2004, año de su muerte, su raza nunca dejó de hablar por su espíritu. Sus cenizas descansan para siempre en el río Sinú.

 No son suficientes homenajes

El “Año Zapata Olivella” peligra, pues la pandemia que azota al mundo suspendió las actividades culturales que se tenían planeadas para homenajear al escritor cordobés. Charlas, congresos y eventos a lo largo y ancho del país quedaron en veremos.

Zapata Olivella iba perfilándose como un embajador de la cultura afro alrededor del mundo

Por otro lado, no habría que impulsar la obra de Zapata Olivella solo en un año específico, sino establecer programas culturales que permitan que su vida y su obra sigan difundiéndose en el país. Tal y como Zapata lo soñó.

Muchos de sus textos son difíciles de conseguir y, la mayoría, son ediciones viejas. Pese a que algunos de sus textos son de acceso público virtual, habría que hacer esfuerzos por reeditar sus obras. Por ejemplo, El hombre colombiano (1974) y Chambacú, corral de negros (1967) son obras esenciales para el pensamiento colombiano y para acercarse a la literatura nacional desde sus fragmentaciones geográficas e históricas.

Zapata Olivella hace parte de una tradición literaria afrocolombiana, alimentada por Arnoldo Palacios, Jorge Artel, Candelario Obeso, Óscar Collazos, entre otros. Urge recordar a estos autores y acudir a ellos para repensar el país y su literatura desde otras geografías y cosmogonías. El mejor homenaje hacia un autor es leer su obra.

*Escritor y periodista. @mateoquintero77

Fuente: razon pública

MANUEL ZAPATA OLIVELLA, EN LA PROVINCIA VALLENATA.

Por José Atuesta Mindiola

Manuel Zapata Olivella (1920 -2004), médico, escritor, antropólogo y folcloristas; su tierra nativa, Lorica, departamento de Córdoba. En la Universidad Nacional en Bogotá inicia la carrera de Medicina en 1939 y después de tres años se retira temporalmente para dedicarse a su aventura de caminante, recorre los llanos orientales y el occidente de país, luego viaja a México y Estados Unidos, retorna a Colombia, reinicia sus estudios de medicina y se gradúa en 1948.

Recién graduado llega a La Paz, joven en edad, pero experto en el conocimiento del ser humano y en la estética de la literatura. Llega en 1949, ya había publicado la novela (Tierra mojada, 1947, Relato breve, Pasión vagabunda, 1948), y por su talante de hombre de letras e investigador cultural se convierte en miembro distinguido de la comarca, en un referente intelectual de propios y visitantes y en mecenas de la música folclórica. Allí se reencuentra con su pariente Pedro Olivella Araujo, un líder liberal gaitanista, que varios años antes había conocido en Cartagena, y era primo de su madre, Edelmira Olivella. Presta servicio de médico, capacita como enfermero a César Pompeyo Serrano y su primera misión es contrarrestar la epidemia de tifus o enfermedad infecciosa que afectaba a los habitantes de la Paz. Allí hace hogar con María Pérez, y nacen sus dos hijas: Harlem y Edelma.

En La Paz, ocasiones realiza tertulias culturales y folclóricas en el hotel América, y las reuniones de tipo personal en la hacienda ‘El Olimpo’, un cañaduzal de propiedad de Gabriel Zequeira. Un distinguido personaje, que el profesor César López Serrano, describe: “hombre educado, con aficiones literarias y excelente conversador. Estudioso de la mitología griega y recitaba pasajes de la Ilíada y la odisea”.

Hacemos referencia de Gabriel Zequeira y a su hacienda ‘El Olimpo’ porque allí estuvo el joven reportero Gabriel García Márquez cuando llega por primera vez a la región, invitado por Manuel Zapata Olivella en diciembre de 1949. El motivo de la invitación era una tertulia literaria, y después sonaron las notas del acordeón de Juan López y la voz del joven bachiller Dagoberto López Mieles.

En una entrevista a Dagoberto López en La Paz (enero 12 de 2000), nos cuenta: “Yo asistía a las reuniones que hacía Manuel Zapata en ‘El Olimpo´ y en diciembre de 1949, llegó por primera vez García Márquez a La Paz, todavía no era famoso, era un periodista. Ese día yo canté música de Escalona, yo había estudiado en el Loperena y el Liceo Celedón y me sabias varias de sus canciones. Por petición de García Márquez yo canté tres veces ‘El hambre del Liceo’ y ‘El perro de Pavajeau’. Escalona no estuvo en esa reunión, y todavía Zapata Olivella ni García Márquez conocían a Escalona.

El escritor Dasso Saldívar en el libro, Viaje a la Semilla, biografía a García Márquez, publicada en 1997, confirma esta fecha. El primer viaje lo hizo a finales de 1949 a Valledupar y la Paz invitado por el médico y escritor Manuel Zapata Olivella, y el segundo, viaje lo hizo meses después invitado por Escalona. Consuelo Araujo, reseña el momento en que se conocieron Escalona y García Márquez, mes de marzo de 1950 en el hotel Roma de Barranquilla, encuentro que fue propiciado por Manuel Zapata Olivella.

Por invitación del médico Zapata Olivella, también llega a La Paz, el fotógrafo cartagenero Nereo López, su amigo de infancia en Cartagena. Este artista con sus imágenes deja testimonio de la historia musical de La Paz y la región (La mayoría de las fotos de Escalona, García Márquez, Zapata Olivella, fueron tomadas por Nereo López, y pertenecen al Archivo de la Biblioteca Nacional). El abogado y escritor Ciro Quiroz, dice: “Una vida agitada encontró Nereo en la provincia de Valledupar y en La Guajira, por obra de cantos, acordeones y trago que no le dieron tiempo siquiera para estampar su propia imagen dentro del recorrido suyo de rotundo vagabundo, en esas tierras, cuando por obstinación propia logró retratar ese mundo de aventuras imaginables que no será posible volver a vivir.”.

García Márquez con frecuencia regresaba como vendedor de enciclopedias. Uno de esos viajes a La Paz, todavía estaba fresca la tragedia del incendio. Suceso que empezó en el salón de baile ‘La tuna’, el sábado de carnaval de 1952, y dejó 25 casas quemadas. Hubo luto colectivo, algunas familias se mudaron a sus haciendas cercanas y los que se quedaron permanecían temerosos, a las seis de la tarde cerraban las puertas. García Márquez comprueba el ambiente de pánico que aún se respiraba, los hombres habían cerrados los acordeones y las mujeres se habían refugiado en melancólico silencio. Días después, en El Heraldo de Barranquilla, publica en su columna ‘La Jirafa’, una crónica que titula ‘Algo que se parece a un milagro’. En ella hace referencia a la tristeza de la gente y a Juan López, el mejor acordeonista de la región había abandonado el pueblo dos días después de los sucesos. Y comenta que en compañía de Zapata Olivella, no lograron convencer a Pablo, hermano de Juan López, que tocara. Muchos eran los argumentos de Pablo para no tocar, pero en ese instante vino una mujer de la casa de enfrente y le dijo: “por nosotras no te preocupes, Pablo. Si quieres tocar, toca, hace un mes que no se oye música en este pueblo”.

La mujer hizo el milagro, y los acordeones con la magia de la alegría iluminaron las casas y las calles, porque “La música es el corazón de la vida. Por ella habla el amor; sin ella no hay bien posible y con ella todo es hermoso”. Este episodio trágico es la temática central de la novela “Cuando arden las palmas”, del escritor pacifico Iván Gutiérrez Visbal.

El pueblo empieza a recuperar la tranquilidad y su tradición musical. Para los descendientes de Juancito López y José De las Mercedes ‘Cede’ Gutiérrez, la música era un pasatiempo para la recreación personal y familiar. Porque su misión era la dedicación las labores del campo y otros oficios referentes. Juan López era carpintero y experto constructor de casa, y Pablo Rafael era un pequeño hacendado, y por su constate parrandas convirtió el patio grande y frondoso de su casa en un templo musical, que el pueblo bautizó como ‘La calle de la Alegría’. Su esposa Agustina Gutiérrez, la anfitriona mayor, era una especie de Úrsula Iguarán en Macondo, siempre dispuesta a atender a los visitantes. Los López no tuvieron la dimensión de juglares, ellos preferían la calma de su terruño y de su trabajo, frente a la incertidumbre de los viajes.

La Gira musical o mejor las dos Giras musicales, Zapata Olivella las sintetiza en el texto, Los acordeones de Valledupar. (Revista Vida, N° 58, Bogotá, colombiana de Seguro. Agosto- septiembre 1953. Y también aparece en el libro, Por los senderos de sus ancestros, publicado por el Ministerio de Cultura, 2010). Estos fragmentos: “La Paz tiene fama de ser la mata de los acordeoneros y paseos vallenatos. En el pueblo nunca faltan tres o cuatro buenos acordeoneros. Pero una cosa es cierta de los acordeoneros pacíficos: son gentes muy retraídas, poco amigo de salir fuera del corral; por eso son más conocidos los juglares de Plato o El Paso”. “He aquí porqué constituían prendas de mayores características los acordeoneros de Valledupar en nuestra excursión para divulgar la música folclórica del Magdalena…”

“En 1951, la primera Gira, fueron los gaiteros de San Jacinto de Toño Fernández, en el acordeón Fermín Pitre, Antonio Morales (decimero) y Antonio Sierra (dulzaina). En la segunda, 1952, Juan López y su sobrino, Dagoberto López, bachiller del Liceo Celedón, Juan Manuel Muegues, recomendado por Rafael Escalona. Juan López nunca quiso salir ante el púbico sin sombrero y nos decía: “No docto, si me quito el sombrero se me va la música”. Poco fue perdiendo la timidez hasta llegar a bailar en el escenario. ¿Cuántos hubieran muerto de incredulidad en su pueblo si lo hubieran visto bailar?

Juan Manuel Muegues era el joven, cantaba, ejecutaba el acordeón y tenía un gran sentido de la responsabilidad. De regreso, en Barranquilla, al recibir los honorarios, se fue a comprar láminas de zinc, cementos y herramientas, porque iba a construir una casa en la punta de un cerro en la sierra de Manaure que llevaría el nombre de La Gira”

García Márquez, publica en el Heraldo (25 de junio de 1952), ‘La embajada folclórica’, donde comenta pormenores de la gira. He aquí unos fragmentos: “El grupo de Manuel zapata Olivella, que vuelve a Bogotá después de una tregua. Esta ahora renovado en parte y complementado. A Fermín Pitre lo llamaron a calificar servicios, vino en cambio, nada menos que Juan López, tal vez -y quizá sin duda- el mejor acordeonista de su región. Y como Juan no canta se trajo a su primo hermano Dagoberto López, el maestro de escuela de la Paz que hace una semana se hizo reemplazar y cambió a sus muchachos, a la canción monocorde de las tablas de multiplicar por esta maravillosa aventura de andar cantando a cualquier hora, que es lo que le gusta. Y otro acordeonero más: Muegues, que mucho deben conocer su oficio cuando Rafael Escalona lo tiene apadrinado, con la misma intransigencia que les pone a todas sus cosas…”

De la Gira musical, Juan Manuel Muegues, en un reportaje del periodista José Urbano Céspedes publicado por la revista Manaure ‘Balcón del Cesar’ (abril 2000, dirección ejecutiva de la Alcaldía de Manaure), cuenta: “En Bogotá, tropezamos con Narciso Martínez Zuleta, joven de Valledupar y estudiante de medicina que se emocionó tanto al ver tocando este grupo de músicos de su tierra, que se comprometió a regalarme un acordeón nuevo y de tres hileras, porque yo cargaba un acordeoncito que parecía más para un niño de diez años que para un hombre de 30” (Gracias a Dios, cumplió su palabra). Y agrega esta anécdota: “Estábamos en Bogotá y un día antes de continuar el viaje hacia Girardot, los músicos resolvieron poner una serenata a un amigo de La Paz que vivía en la capital, donde la música vallenata era desconocida, cuando resoplaban los fuelles de mi acordeón y retumbaba la caja de “Pichocho”, Crisóstomo Oñate, los vidrios del edificio tronaban, entonces llegó la policía y nos detuvo por perturbadores del orden y nos llevó a una estación. Hasta cuando se presentó, horas después un personaje influyente de la provincia que convenció a la autoridad y nos dejaron libre.

ZAPATA OLIVELLA Y ALVARO CASTRO

La Gira fue un acontecimiento memorable para La Paz y en especial para la familia López. El gestor del viaje, Manuel Zapata Olivella y el puente para que García Márquez llegara a esta región y profesara su pasión por las crónicas de los cantos vallenatos. Desde 1948, García Márquez dedica algunos artículos a la música de su región en El Universal de Cartagena. Después en El Heraldo de Barranquilla, en su columna ‘La jirafa’ (1950 – 1952) escribe varios artículos a la música vallenata. Y el otro gran homenaje que le hace a la nuestra música es cuando afirma que “Cien años de soledad” no es más que un vallenato de 400 páginas. En la novela “El amor en los tiempos del cólera” tiene como epígrafe un verso del maestro Leandro Díaz, “en adelanto van estos lugares que tienen su diosa coronada”. Y el máximo tributo que le hace al canto vallenato es llevarlo a la ceremonia de premiación de entrega del Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, 1982. Y entre los músicos invitado, el cajero más famoso en la historia del vallenato, Pablo Agustín López Gutiérrez.

DAGOBERTO LOPEZ

Termino este artículo, ofrendando unas palabras a Dagoberto López Mieles (1927- 2003), compositor y cantante, que compuso canciones bellas y Manuel Zapata lo bautizó “El Clarín de La Paz”.

Decía el poeta José Martí:

Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Un epígrafe perfecto para definir a Dagoberto, un ser humano que rendía culto a la amistad, infinitamente generoso, afable y con alto sentido de la honradez, la responsabilidad y el respeto. Estaba dotado de inteligencia natural para leer y entender los secretos de la poesía, por eso con facilidad descifraba las entelequias de las metáforas, los rigores de las concordancias y las medidas sonoras de los versos. Amaba a su pueblo, y se proclamaba pacífico por gentilicio y vocación. Dagoberto fue la persona clave para mi acercamiento con Pablo Agustín y Miguel López Gutiérrez. Y con él, también pude recorrer los pasos de la infancia de mi hermano de padre José Abraham Atuesta Zuleta, jugador de futbol, que murió después de un partido, y en su honor el Estadio de La Paz lleva su nombre.

***

DÉCIMAS A DAGOBERTO LÓPEZ
Por José Atuesta Mindiola

I
Y Dios bendijo aquel día
cuando nació Dagoberto,
hubo en su casa un concierto
de trinos de melodías
anunciando que él sería
de este folclor una estrella,
compuso canciones bellas
que cantaba muy sagaz:
Es el Clarín de La Paz
dijo Zapata Olivella.

II
Dagoberto fue el cantor
de aquella Gira famosa,
con esta música hermosa
por tierras del interior.
A Muegues y su acordeón
Juan López le acompañaba,
muy sonoro se escuchaba
el rebuje de “Pichocho,”
y al cauce del río Mocho
con sus versos recordaba.

III
Cantando versos de amores
eran felices las horas,
y en los silbos de la aurora
se despertaban las flores.
Entre todos los cantores,
él fue una luz en el tiempo
y otros siguieron contentos
iban buscando su voz,
y ahora su canto quedó
en la sonrisa del viento.

IV

Frondoso fue Dagoberto,
un laurel en melodía
y su sombra se expandía
para alejar el desierto.
Con el corazón abierto
Amó las cosas queridas,
dejó huellas en la vida
de gratas recordaciones,
y ente sus lindas canciones
‘Viejas Costumbres Perdidas’.

BLOG DEL AUTOR: José Atuesta Mindiola