Por Donaldo Mendoza
Sentía que los días eran mejores mientras leía la novela Jane Eyre (1847), de la escritora Charlotte Brontë (Inglaterra, 1816-1855). Confieso que las 332 pp. del volumen 80 de la colección ‘best sellers’ de Oveja Negra (1985) fueron la ofrenda de un extraordinario gozo. Es una de esas obras fundamentales que vivifican en imágenes y evocaciones el tiempo. El punto de vista narrativo de la obra es la primera persona, propio de la novela romántica; aunque lo que se advierte en Jane Eyre es un perfecto equilibrio de dos escuelas del siglo XIX: romanticismo y realismo.
Un rasgo propio del texto romántico suele ser la invocación del lector, como garante de que la historia que se cuenta es totalmente verosímil: «Perdona, lector romántico, que te diga la verdad desnuda». He querido poner en estas líneas ese trazo de estilo (el lector convidado) como la imagen evocada de un lector específico (arquetipo de todos los lectores), me refiero a un jefe de biblioteca en el INEM de Popayán, hace lustros: Rubén Darío Montoya. Una vez en el oficio, Montoya dejaba de ser jefe y se ponía el overol de bibliotecario. Delimitó en dos frentes su proyecto de vida: 1) estimular y desarrollar el hábito lector que oteaba en los estudiantes que frecuentaban la biblioteca; 2) cumplidos los cuarenta años, Rubén Darío inició la tarea de conversar con reconocidos lectores de la institución para preguntarles por dos o tres libros que de alguna manera hubiesen cambiado sus vidas; esgrimía un esfero de tinta verde y guardaba los títulos en una libreta. La intención futura era acompañar su vida retirada con esos libros; hoy, a los 71 años, es asiduo visitante de la biblioteca del Banco de la República. Y es el lector invocado por la narradora de Jane Eyre.
Un resumen muy breve. En Jane Eyre se narra la historia de la heroína Jane Eyre, quien a los 10 años es entregada en custodia a una tía, madre de tres hijos. Allí es víctima de humillaciones y malos tratos, porque “eres inferior a nosotros (…) Tú no tienes dinero”. En virtud de su temperamento decidido y rebelde, Jane resiste un año. Un día, después de que le han dado con un libro en la cabeza, es trasladada a la escuela-orfanato Lowood. Allí estudia, aprende oficios y se hace institutriz. Han pasado ocho años. Logra emplearse como institutriz en Thormfield (campo de espinas), para educar a la hija putativa del señor Rochester, un hombre rudo, de natural avinagrado y lleno de misterios. Al final, después de vencer durísimas pruebas en el camino de la vida, Jane se casa con el señor Rochester, a quien la vida también había castigado con rigor.
Como en los libros clásicos, “que nunca terminan de decir lo que tienen que decir”, Charlotte Brontë nos relaciona con temas universales de vigencia intemporal. Es visionaria frente al papel de la mujer en la sociedad, con juicios que bien pudieran escribirse hoy: «…la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos piensen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender más de lo acostumbrado en su sexo». Y desarraigando prejuicios y determinismos sociales, vindica la libertad de escoger y/o labrar un destino propio.
Sugeridas están también en la novela algunas condiciones que se precisan para alcanzar los fines en cualesquiera actividades para enfrentar la vida; y alaba, en consecuencia, la perseverancia, la laboriosidad y el talento. Y lo refrenda en un juicio categórico: «Todo hombre de talento, posea sentimientos o no, sea déspota, ambicioso o lo que fuere, siempre que lo sea con sinceridad, tiene momentos sublimes».
En cuanto al valor literario de la novela, agregaría su fluida y fresca escritura (en esta traducción), su elaborado estilo, una honda caracterización humana de los personajes y un concepto fotográfico en la representación de los ambientes. Y la narración, “llena de color, fuego y sensaciones”. De ello dan fe las adaptaciones para el cine que hasta la fecha se han realizado. Y para la rutina espiritual de nuestra narradora, no hay lector desocupado. «Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches lo que había leído durante el día».
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