A NADIE SE LE MEZQUINA UNA VERGÜENZA

Por Donaldo Mendoza

   Elaboro este artículo desde tres lecturas, con un asunto común: la vergüenza. El primer ejercicio lector fue Intelectuales (Vergara, 2000), del escritor inglés Paul Johnson (1928); el segundo, «El cuesco histórico», cuento breve de Las mil noches y una noche (s. IX); y el tercero, más breve, «Muerte de un funcionario», de Antón Chéjov (Rusia, 1860-1904); este último, una singular resonancia temática del cuento de las noches árabes. 

   Intelectuales es un voluminoso estudio sobre la personalidad de doce pensadores que dejaron huella inconfundible en el siglo que residieron. Paul Johnson elabora acerados y reveladores retratos de los autores convocados. No es el género convencional de la biografía, sino una mirada penetrante sobre la vida, en sus luces y sombras, gloria y miseria, de unas identidades asaz complejas.

   Para el asunto que nos interesa, Johnson pone la lente sobre la naturaleza de J. J. Rousseau (Suiza, 1712-1778). Y destaca esta frase: «Lo más difícil de contar no es aquello que es criminal, sino lo que nos hace sentir ridículos y avergonzados». Que da sustento para inferir que son muy pocas personas en el mundo sobre las que podría decirse que soportan sin mengua un «escrutinio minucioso»; en otras palabras, que lance la piedra aquel que no esconde la cruz de una onerosa vergüenza.

   Horacio, el poeta latino, fijó en su poética la función de la literatura en dos principios: entretener y enseñar. La novela y el cuento, cuando proceden de manos maestras, vienen con ese cometido. Hay que precisar que el enseñar va, a través de la metáfora, más allá de la rutinaria labor de instruir; y lo hace con un discurso simbólico que obliga a pensar y discernir. Así, la vida de un personaje no es la narrativa de un individuo, sino la de todo el género humano, con sus esperanzas y desesperanzas, sus sueños y delirios, realidades y utopías. En suma, las dos historias de los cuentos mencionados, sugieren que nadie en este mundo, desde el simple hasta el más ilustrado, escapa al escarnio de alguna vergüenza. Veamos.

   Se cuenta que en la ciudad de Kaukabán, Abul-Hossein, ciudadano distinguido y mercader de oficio, decidió casarse en segundas nupcias “con una joven tan hermosa cual la luna cuando brilla sobre el mar”. Invitó a todos sus amigos y conocidos, y damas de compañía para la bella esposa. Todos comieron y bebieron hasta saciarse. Abul-Hossein, paradigma de sensatez, trataba de no abandonar el tacto y la mesura; pero esta vez, ¡oh calamidad!, cuando se disponía a recibir los parabienes y las felicitaciones antes de irse al lecho nupcial, de su vientre, lleno de comida y bebidas, escapó un cuesco ruidoso, “terrible y prolongado”; a su lado, las damas de compañía hablaban en alta voz para fingir que no oían nada. En vano. Abul-Hossein, confuso y azorado hasta el límite, “con vergüenza en el corazón”, ensilló su yegua, abandonó casa y boda y huyó arropado en el manto de la noche hacia el distante y misterioso Oriente. En la India vivió diez años, honrado, respetado y con un pasado de silencios. Hasta que los vagidos de la nostalgia le hicieron echar de menos a su país natal. Disfrazado, ocultando nombre y condición, emprendió el regreso. «¡Haga Alá que todos hayan olvidado mi historia!». Absorto en el favor pedido, Abul-Hossein, en la entrada ya de la ciudad, escuchó a una niña que preguntaba a una anciana: “–¿En qué año he nacido yo, abuela? –¡Naciste en el mismo año y en la misma noche en que Abul-Hossein soltó el cuesco!”. Cuando el desdichado Abul-Hossein oyó estas palabras, hubo de desandar lo andado, diciéndose: «¡Tu cuesco ya es una fecha en los anales!» Y vivió en el destierro, hasta su muerte.      

   En «Muerte de un funcionario», el narrador nos informa que Iván Dmítrich Cherviakov se había levantado feliz; en su cabeza no cabía aquello de que la vida está llena de imprevistos, y esta fe fue su perdición, pues mientras disfrutaba de una función de teatro no pudo detener un ¡atchis!. Que fue su vergüenza hasta el último día. Creyó que había salpicado a su superior, un general; y empezó a ensayar formas de disculpas: ‘ha sido sin querer’, ‘estoy muy molesto’… No contaba Iván con que al otro día el general ya lo hubiese olvidado. No. ‘Estará pensando que quise escupirle’. Contó a su mujer su grosería, y ésta le subrayó que estaba obligado a disculparse, ‘pensará el general que no sabes comportarte en público’. Prisionero de la vergüenza, a Iván la vida se le diluía. ‘El general ya ni me habla… está enfadado… no puede entenderlo’. Después de caminar sin rumbo, decidió regresar a casa, se tumbó en el diván, y murió.  

   En las dos historias, la muerte es el fin, para el desdichado héroe y para el relato. Y quien se proclame a salvo de una vergüenza se abrigará con el nocturno manto de la vanidad, el orgullo y la arrogancia. Entre tanto, no faltará en la buena literatura un avisado Diógenes que vaya por la senda con su obstinada linterna mostrando la vida como es: de luz y de sombra. 

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Donaldo Mendoza

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