Por JULIO CÉSAR ESPINOSA*
Antes de que se retirara de mundo social, Rosendo Romero Ospino me dispensó una buena amistad. Poeta, intérprete del acordeón, cantante de vallenatos inolvidables, había nacido en Villanueva y se había hecho” libre en toda la Goajira”. Largas horas conversé con él sobre Rafael Escalona, sobre sus cantos, decires y nostalgias.
Entre ambos escudriñábamos un misterio: aparte de la poesía popular que vivifica los cantos de Escalona y del tremor humanísimo que viste sus melodías, ¿cuál era y es el mayor mérito de maestro en su relación con el vallenato?
Daniel Samper se limita a decir en sus numerosos apuntes de prensa que el vallenato “cuando nació la radio en Colombia, por los años treinta, fue uno de los primeros invitados a probar la magia del micrófono.”
En el artículo sobre el maestro, publicado en EL PORTAL VALLENATO (https://portalvallenato.net/category/donaldo-mendoza/), Donaldo Mendoza hace un balance de sus más famosas composiciones y se esfuerza en destacar los temas alrededor de los cuales giró siempre su inspiración.
El tema central, el amor, en efecto, cubre como un manto la producción de Escalona. No solo la cubre, la humaniza y la distingue con un lenguaje que nunca pretende ser rebuscado sino, por el contrario, cotidiano, casi trivial pero con ese trance estético sencillo y grandioso al tiempo, que proviene de los hechos casuales y simples de que se compone la vida.
Con Rosendo solíamos discutir acerca de si, en la obra musical de Escalona, es la melodía la que embellece la letra del canto vallenato o si es la metáfora simple y sorprendente la que realza y engalana las melodías.
Sea como fuere Escalona había sorprendido al mundo con unas composiciones donde su valor intrínseco provenía de la condición genuinamente humana del sentimiento. Esta apreciación de modo indefectible lleva a contrastar con el bambuco, siempre afectado de cursilería y vulnerable a la crítica que descree de tal son como el ritmo que tipifica a Colombia y le da identidad musical. Por algo dicen que en el Festival del Mono Núñez pueden presentarse grupos de variadísimos géneros menos del vallenato, que está desterrado por sensual, pecaminoso, populachero y otras yerbas.
Y agrega Samper, con sobrado acierto:
“Seguramente la música de acordeón, que tuvo como evangelistas a la guitarra y la armónica, empezó a brotar en muchos puntos a la vez, ya que no fue obra de artistas sedentarios. Por el contrario, recorría el campo con los vaqueros, acudía a ferias con los campesinos, llevaba noticias de aquí y de allá con los primeros trovadores y juglares de la región. Más tarde se desarrolló en las colitas, juergas marginales que hacían los pobres en el patio de atrás del festín de ricos, y se reveló a muchos colombianos del interior que llegaron en los años veinte a trabajar en la Zona Bananera de Santa Marta. Fue música de parrandas, de desafíos, de fondas y de burdeles”.
Haber bebido en esas fuentes le dio magnanimidad a la obra de Rafael Escalona, porque lo legítimo en la producción musical de nuestra patria no puede ser lo académico, con todo lo respetable que ella pueda ser, sino lo que circula por las venas populares. La academia, en cambio, hace sus estudios en los territorios de la base, el pueblo.
Pero concluyo reconociendo en Romero Ospino un analista juicioso al enseñarme que el gran maestro Escalona fue el primero –sí y que las generaciones futuras no lo olviden– en percibir la grandeza del canto vallenato, su fuerte valor identificatorio de nuestra nacionalidad y que con su numen lo universalizó. Hoy nos conocen en el mundo más por el vallenato que por el bambuco.
Mi canto preferido del maestro es “La Brasilera”. Allí expresa que su amor por Piedad Dos Santos, hija del (por la época) embajador de Brasil en Colombia, “es más tormentoso que las aguas del Amazonas”.

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*Miembro de la Asociación Caucana de Escritores A.C.E.